Hasta los profesionales más experimentados, los curtidos en mil batallas, no daban crédito a la dimensión de la tragedia. «Como esta, no he visto otra», decía Balduino Ruiz, un forestal de Teruel acostumbrado a acudir a los lugares de donde huye el resto. «Nunca habíamos trabajado en una emergencia de tal envergadura, tanto personal como material», ratificaba ayer Sara Pelegrín, al frente de las operaciones del dispositivo desplegado por Aragón para ayudar en la recuperación de la localidad valenciana de Catarroja.
El ser humano no es ajeno a los desastres naturales, pero si algo caracteriza a esta trágica DANA es, por un lado, el elevado número de víctimas, con más de 200 fallecidos y desaparecidos; y por otro, las enormes dimensiones de la riada. En España, los servicios de emergencias están acostumbrados a afrontar el desbordamiento de un río o de un barranco, que acaba anegando una o dos localidades. En esta ocasión, el agua y el lodo se han llevado por delante toda una comarca, la Huerta Sur, y parte de otras dos, Utiel-Requena y La Ribera.
Solo en la primera de ellas se calcula que más de 100.000 personas han perdido un ser querido, una casa o un trabajo. O lo que es peor, hay quien lo ha perdido todo a la vez. La descoordinación de las autoridades a la hora de socorrer a los suyos fue la puntilla para una población en ‘shock’. «Los gobernantes son todos unos sinvergüenzas», clamaba Paco, un vecino de Catarroja que se tenía que hacer cargo de un suegro enfermo de alzhéimer y un cuñado discapacitado mientras trataba de recuperar un hogar sumergido en el lodo.
«Nos dejaron solos», lamentaba Alberto Hervás, un turolense afincado en Sedaví que salvó la vida ‘in extremis’, cuando se le llevaba la corriente, al ser agarrado por unos vecinos desde el edificio contiguo al suyo. La colonia de aragoneses, sobre todo de la provincia de Teruel, es especialmente numerosa en Valencia. Los lazos históricos de dos comunidades vecinas sirvieron para espolear la mayor manifestación de solidaridad que se recuerda en la historia reciente del país.
El Gobierno de Aragón activó un dispositivo de bomberos, policías, forestales, miembros de Protección Civil y sanitarios, entre otros, para devolver la normalidad a una ciudad, Catarroja, convertida en una ciénaga, sin luz ni agua durante días. Junto a ellos, un ejército de anónimos voluntarios, armados con lo poco que podían cargar a pie –con las carreteras inutilizadas– para confortar a la población local: comida, agua, botas, guantes, productos de limpieza, de higiene personal…
«Sois nuestros salvadores, nunca lo olvidaremos», expresaba Lorena Silvent, la alcaldesa de Catarroja, con el llanto retenido desde que la noche del día 29 vio cómo las aguas inundaban su ciudad. «Estaba en el Ayuntamiento, se refugiaron más de 200 personas, gente con ataques de pánico, una mujer embarazada, un señor con la clavícula rota…», rememoraba.
La ciudad, como sus vecinas Paiporta, Massanassa, Alfafar y tantas otras siguen hoy luchando contra el barro y el desabastecimiento. En sus calles no hay ancianos ni niños. Tampoco mascotas. Solo vecinos y voluntarios con todos sus músculos y los cinco sentidos implicados en una tarea común, la de recuperar la normalidad.
Para eso falta tiempo. Aragón ya asume que no se irá de la zona, como poco, hasta dentro de un mes. Y para entonces, Valencia se enfrentará a nuevos problemas. «Cuando todo esté limpio, veremos la realidad. Que no hay ningún comercio, que los vecinos lo hemos perdido todo. ¿Qué vamos a hacer?», le preguntaba Alexandra a su suegra Cristina a las puertas de la iglesia de Santa María. No habrá reconstrucción material sin recomposición emocional. «Amigos, familia… todos están igual. Por eso la ayuda tiene que venir de fuera», sugería Sara Morales, una psiquiatra de Monreal en la zona. Y en ese proceso, Aragón también deberá estar al altura.