Los españoles que aún no hemos perdido el sentido de la realidad y el decoro, asistimos atónitos al bochornoso espectáculo de cómo un Presidente, que llegó hace 7 años como impostado adalid de la regeneración democrática y azote de corruptos, se resiste de manera indigna a asumir la responsabilidad política exigible a quien tiene imputados por graves delitos de corrupción, no sólo miembros de su familia, sino también varios de sus más íntimos colaboradores, ministros, directores generales y al Fiscal General del Estado. Y, por si fuera poco, justifica su indecorosa actitud en la necesidad de impedir que gobiernen opciones políticas que hoy concitan el apoyo mayoritario de los españoles.
La natural repugnancia hacia el ambiente prostibulario y mafioso en el que se han movido a sus anchas ministros y altos cargos socialistas, no debe desviar la atención sobre lo fundamental. Y es que no hay mayor corrupción que la de haber comprado una investidura a cambio de la más vergonzosa impunidad para delincuentes que atentaron gravemente contra la unidad nacional, lucrándose a nuestra costa.
Era difícil descabalgar a Fernando VII en la cabeza del escalafón de felones y de nuestra historia, pero Pedro Sánchez lo ha logrado en poco tiempo. Con tal de obtener el poder, no sólo ha mentido con descaro a los españoles, sino que ha deconstruido el Estado de derecho hasta hacerlo irreconocible, colonizando las instituciones clave y atentando gravemente contra el principio de separación de poderes.
Para ello, ha contado con la inestimable ayuda de un Tribunal Constitucional que, extralimitándose groseramente en sus competencias, ha perpetrado Sentencias infames enmendado la plana al Tribunal Supremo -como la de los ERES, interpretando los elementos de un tipo penal (¡)- y la más reciente sobre la ley de amnistía, sosteniendo que todo lo que la Constitución no prohíbe cabe dentro de ella, lo que constituye un ejercicio escandaloso de uso alternativo del derecho, escuela de corte marxista surgida en la década de los 70 del siglo XX.
Pero recrearnos en el lamento solo conduce a la melancolía. Hay que preguntarse qué ha fallado en la arquitectura del sistema del 78 para que un felón sin escrúpulos haya podido hacer saltar todas las costuras del estado de derecho, neutralizando los necesarios controles y contrapesos de cualquier gobierno, hasta el punto de conducirnos lentamente hacia un totalitarismo de izquierdas.
Es preciso identificar los males que nos acechan y sus causas. Me atrevo a enumerar algunas de ellas: la primera, una ley electoral que se redactó deprisa y corriendo para las elecciones de 1977, que prima el voto nacionalista catalán y vasco sobre el del resto de los españoles, y permite a los partidos nacionalistas someter a un chantaje permanente al gobierno de España.
La segunda, una infame Ley Orgánica del Poder Judicial que establece un control del poder legislativo y ejecutivo sobre el poder judicial, pervirtiendo el principio de separación de poderes, y el derecho de asociación de jueces y magistrados recogido en el artículo 127 de la C.E. que ha producido una nefasta división entre jueces conservadores y progresistas, que contraviene los principios de imparcialidad e independencia inherentes a todo juzgador.
La tercera, la configuración de un Tribunal Constitucional como órgano político, cuando debería ser una sala del Tribunal Supremo.
La cuarta, la financiación pública de partidos y sindicatos, que ha contribuido a crear una casta parasitaria de personas que se sirven de la política para vivir en lugar de vivir para servir a los españoles.
La quinta, un sistema autonómico demencial e ineficiente que, lejos de acercar la administración al ciudadano, multiplica la burocracia, fomenta los aldeanismos y establece barreras de entrada para los emprendedores al establecer normativas dispares en todos los órdenes de la vida.
La sexta, la inoculación del odio y la división entre los españoles a través de las políticas de «memoria» que levanta muros generacionales frustrando un futuro de concordia nacional.
Hay muchas más, pero estas seis que señalo han sido gravemente nocivas para la deconstrucción del estado de derecho y, lamentablemente, han gozado del más amplio consenso entre los grandes partidos (PSOE y PP), que nunca han pensado modificarlas, y cuando han prometido y podido hacerlo, han mirado para otro lado.
Denominador común de las anteriores es la normalización de la mentira sistemática y la estafa electoral, consecuencia de la falta de educación en valores como el respeto a la palabra dada, el honor, el decoro y la ejemplaridad en la función pública.
De nada sirve «echar a Sánchez», si dejamos intactas las herramientas de las que se ha valido para corromper el Estado, pervertir el estado de derecho y disolver el sentimiento nacional. Es necesario un proyecto rompedor e ilusionante que rearme a España como nación y restaure los cimientos del estado de derecho.
Asistimos a una descomposición alarmante de nuestra patria ante la que no es lícito permanecer indiferente sin caer en la complicidad. Los enemigos de España se han aprovechado de las carencias de nuestro sistema constitucional para debilitarnos como nación dibujando un oscuro panorama para nuestra juventud.
Ante eso, urge aunar esfuerzos en torno a un compromiso nítido y valiente de afrontar una reforma en profundidad de nuestro sistema constitucional, convocando a los españoles a emprender una empresa ilusionante de reconstrucción nacional que impida que, el día de mañana, otro felón sin escrúpulos acabe con lo que aún queda de esta gran nación que se llama España.
Luis Felipe Utrera-Molina Gómez es abogado