Uno de los fenómenos más inquietantes de la política contemporánea son las burbujas de emocionalidad política que se crean en muchos países al margen de las condiciones objetivas. España, en estos momentos, constituye un caso sobresaliente. La intensidad que alcanza el rechazo al presidente del Go­bierno, Pedro Sánchez, tiene pocos precedentes.

La mitad de España se encuentra en un estado de agitación aguda. Como recordaba hace unas semanas Jordi Évole, la canción del verano ha sido “Pedro Sánchez, hijo de puta”, sobre todo en eventos colectivos (bodas, bautizos, comuniones, fiestas de pueblo, discotecas, etcétera).

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Perico Pastor

Los partidos y medios de la derecha han ido creando un ambiente tóxico en el que el odio se ha convertido en la emoción dominante. Hasta tal punto es así que, en cualquier interacción social con desconocidos, no resulta extraño que la conversación gire de inmediato en torno a la situación límite en la que se encuentra España por culpa de un presidente que no tiene escrúpulos y miente compulsivamente. Hay incluso un nutrido grupo de psiquiatras amateurs que diagnostican los problemas de personalidad de Sánchez: para unos, es un psicópata, para otros, sufre un trastorno narcisista. Políticamente, se le acusa de acabar con la democracia española, además de ser un corrupto.

En las redes sociales circulan vídeos de supuestos periodistas que entrevistan a gente por la calle, preguntándoles por Sánchez y su Gobierno. En pocos segundos los ciudadanos anónimos a los que se les acerca el micrófono se sulfuran, hiperventilan y dan rienda suelta a una ira bíblica. Se desgarran diciendo que Sánchez les ha arruinado la vida y que ha destrozado España. Entre quienes andan más metidos en vida política, el discurso es algo más articulado. Afirman con gran aplomo que Sánchez ha acabado con la separación de poderes y que ha reventado nuestro sistema constitucional, convirtiéndose en un autócrata.

El problema estriba en que, si bajamos al terreno de lo concreto, resulta bastante difícil sustanciar muchas de estas acusaciones. Hagamos un breve repaso. Sánchez, lejos de ser un dictador, es uno de los presidentes más frágiles que hemos tenido en democracia. Preside el primer gobierno de coalición de la historia y es un gobierno en minoría que depende de sus socios parlamentarios, algunos de los cuales se dedican a trolear al presidente, provocando que cada vez más iniciativas del Ejecutivo sufran sonoras derrotas en el Congreso.

Las críticas desaforadas contra Sánchez son expresión de la rabia incontenible por la amnistía

Sánchez ha criticado en alguna ocasión al poder judicial, pero hay que estar muy ciego para no reconocer que la cúpula de los jueces actúa políticamente como un contrapoder. Aunque el Gobierno quisiera desmantelar una justicia politizada como la que tenemos, no cuenta con los recursos para ello. Al Gobierno ni se le pasa por la cabeza secuestrar durante cinco años una institución como el Consejo General del Poder Judicial. Eso es algo que solo se puede permitir la derecha.

Se puede criticar también al PSOE por la colonización partidista de las instituciones, así como por nombramientos incomprensibles (ahí sigue, sin ir más lejos, el presidente del CIS) y por el control de los medios públicos de comunicación, pero me temo que se trata de los mismos vicios que han venido practicando los dos grandes partidos desde los años ochenta hasta el presente. No hay evidencias de que la cosa haya empeorado con Sánchez. Es más, comparado con la época de Mariano Rajoy, este Gobierno ha respetado en mayor­ medida el Estado de derecho, sin operaciones sucias y clandestinas contra rivales políticos como las de la policía patriótica.

A pesar de la fragilidad del Gobierno y del acoso que padece en el día a día, España, en estos momentos, disfruta de buen crédito internacional, tanto por la marcha de su economía como por su política exterior. Desde fuera, incluso nos miran con cierta envidia. Gracias al Gobierno de coalición, el mercado de trabajo, por primera vez en nuestra historia democrática, funciona de forma algo más equilibrada y eficiente. Se ha salvado el sistema de pensiones del plan de recortes salvajes que aprobó el gobierno Rajoy. Se han impulsado nuevas políticas sociales (ingreso mínimo vital, escudo social, subidas del salario mínimo, etc). Y el conflicto catalán se ha reconducido.

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No se trata de caer en la complacencia. Como todos los gobiernos, este tiene algunos fracasos importantes. Quizá el mayor de todos ellos sea la incapacidad manifiesta no ya para arreglar, sino siquiera para aliviar, los problemas de acceso a la vivienda. Tampoco ha logrado avanzar en la puesta al día de la financiación autonómica. El Estado de bienestar sigue funcionando mal, los problemas de pobreza y exclusión no se resuelven y las desigualdades de oportunidades aumentan en algunos ámbitos (no dejen de leer los artículos de Rocío Martínez-Sampere en estas páginas).

Este Gobierno, como muchos otros, tiene sus logros y sus fracasos, habrá quien lo apoye y quien prefiera una alternativa conservadora. Lo extraño es que, con un Gobierno así, la mitad de España tenga una visión apocalíptica del país y haya desarrollado un odio visceral hacia su presidente. El país ha estado bastante peor con otros gobiernos.

La única forma de explicar la burbuja emocional que provoca el llamado sanchismo pasa por darse cuenta de que las críticas desaforadas que se lanzan contra el presidente no son sino expresiones de la rabia incontenible que sienten por el hecho de que se haya aprobado la amnistía. Es un ultraje para su concepción de España que no van a perdonar. Allá cada uno con sus demonios.