Imaginemos un empleado medio en España. Gana 40.000 euros brutos anuales y supone un coste para su empresa de 52.800 euros en 2024. En su bolsillo, recibe 14 pagas de 2.100 euros.

Y aquí comienza su radiografía financiera: por cada 100 euros que gana, 43,5 euros se dedican a las arcas públicas. Es decir, que casi la mitad de lo que produce no llega directamente a su bolsillo. Una proporción que cualquier hogar sometería a un escrutinio quirúrgico. Pero, sorprendentemente, esta lógica desaparece cuando se trata de la gestión pública.

Durante la pandemia, todos experimentamos cómo la administración digitalizó procesos en cuestión de semanas para coordinar la vacunación.

Un esfuerzo masivo que demostró que la eficiencia es posible cuando hay voluntad política. Sin embargo, esa misma voluntad desaparece en la gestión del gasto público.

Hoy nos dicen que la digitalización de la administración es un proceso a largo plazo, pero como ciudadanos sabemos que el freno es más político que operativo. Ningún partido parece interesado en avanzar hacia una digitalización que implique transparencia total, optimización de inversiones, reducción de costes administrativos y control granular del gasto público.

Hoy nos dicen que la digitalización de la administración es un proceso a largo plazo, pero como ciudadanos sabemos que el freno es más político que operativo

Y nos generan miopía hablando de cuestiones puntuales con alarmismo dramático. Hoy toca crear angustia con la subida de las pensiones; mañana el reparto regional. Todos temas importantes, pero alejados de una intención de optimización presupuestaria real.

El estado NO piensa en optimizar la administración de lo que recibe, sino en repartir lo que consigue. Y el primer postulado es tan importante como el segundo.

Todos entendemos que la ideología política de los Gobernantes puede afectar a aspectos puntuales del reparto presupuestario; pero los ejes prioritarios de inversión son constantes y pueden ser auditados y optimizados – buscando generar seguridad social, resultados de progreso tangibles, riqueza económica- , independientemente del signo político.

Con una deuda pública que en el 2024 representa el 7% del PIB anual, evitar este foco en la optimización de recursos, es difícil de justificar.

Detrás de esta inacción subyace el deseo de mantener el control sobre los hilos de poder que conectan gobiernos centrales y autonómicos. Este sistema perpetúa duplicaciones administrativas, funciones superpuestas y criterios descoordinados.
No hay unificación en métricas que verdaderamente importan al ciudadano, como los tiempos de espera para una operación quirúrgica o un juicio, el acceso a becas, o los apoyos en dependencia.

La falta de transparencia y digitalización tiene consecuencias tangibles: menor poder adquisitivo, servicios públicos ineficientes, sensación de injusticia fiscal y social y una creciente desconfianza en las instituciones.

Esto resulta inaceptable, especialmente después de la experiencia de digitalización vivida durante la pandemia.

Si optimizáramos la gestión de los presupuestos públicos en un 15%, el impacto para el ciudadano medio sería de 3.000 euros adicionales al año sobre su salario bruto, sin contar los costes empresariales. Treinta veces 100 euros. Treinta veces una cantidad que, bien gestionada, transformaría no solo las cuentas individuales, sino también la percepción de los ciudadanos hacia sus instituciones.

La rendición de cuentas no puede seguir siendo una asignatura pendiente. Cada persona debería poder acceder desde su móvil, en unos pocos clics, a datos claros y directos – y tan detallados como desee – sobre cómo el Gobierno gestiona los recursos públicos.

Pensemos que somos 20 millones de contribuyentes al sistema tributario español en 2024, con aproximadamente la mitad de nuestros recursos en manos de la Administración del Estado.

Exigir un cambio de fondo en la productividad de la Administración del Estado no sólo es lógico, sino un asunto urgente; sin signo político.