Dicen los sondeos que la principal preocupación de la opinión pública de los españoles es la vivienda, seguida de inmediato por la corrupción de los políticos. De esta se habla mucho últimamente por ellos mismos, las más de las veces para negarla, o cuando menos para circunscribirla al comportamiento de unos gañanes, íntimos compañeros de viaje de Pedro Sánchez y del más cercano entorno familiar del presidente del Gobierno. Respecto al problema habitacional, desde el poder se le echa la culpa sobre todo a la especulación del capitalismo. Pero en ninguno de ambos casos parece que los responsables de ese estado de cosas asuman sus verdaderas responsabilidades. La corrupción no es la peripecia de unos cuantos mangantes, puteros y advenedizos, que se han infiltrado en la actividad política, sino el resultado sistémico de la partitocracia que padecemos. Y la crisis de la vivienda pone de relieve la incapacidad culpable de los ministros al mando, su ineficiencia a la hora de implementar soluciones ante los problemas que aquejan a la población.
Estas no son cuestiones imprevisibles que puedan sorprender a los profesionales. Hace ya casi dos siglos y medio que uno de los mejores ilustrados de nuestro país, Gaspar Melchor de Jovellanos, criticó la escasez de alojamientos y justificó la existencia y necesidad de las posadas ilegales (llamadas secretas) que el gobierno quería prohibir. En sus aposentos convivían estrecha y vergonzosamente miles de ciudadanos, compartiendo habitación en grupos de tres y cuatro. Un panorama no tan alejado del que muchos jóvenes padecen hoy, y ya explicaba Jovellanos que «las posadas secretas se han multiplicado en razón de lo que han escaseado y se han encarecido las habitaciones en Madrid».
La solución que reclamaba era la misma que se precisa ahora: construir nuevas casas «bajaría el precio en razón de su menor escasez». Propuesta tan elemental, consistente en aumentar la oferta, la envió el autor por escrito a Floridablanca, el todopoderoso secretario de Estado con Carlos III y posterior Presidente de la Junta Suprema. Debido a sus múltiples obligaciones, el gobernante tardó en contestarle: agradeció el consejo y le comunicó que pasaba su propuesta a la Comisión correspondiente, con lo que nunca más se supo de ella. También hoy seguimos como entonces.
En la campaña previa a las elecciones que le dieron la victoria al socialismo democrático, hoy ajusticiado por el sanchismo/zapaterismo, Felipe González respondió a la pregunta de en qué consistía el “Cambio” que prometía si triunfaba en las urnas. «El Cambio es que España funcione», respondió tajante.
Para que eso sucediera se embarcó, entre otras cosas, en una reconstrucción industrial que supuso un conflicto con el propio sindicato hermano del PSOE; y emprendió una política de obras públicas en comunicaciones viarias que transformó la movilidad por carretera y ferrocarril. Por lo demás, consumó la entrada de España en la Alianza Atlántica y firmó el ingreso en la Comunidad Europea, predecesora de la Unión. A partir de ahí emprendió una exitosa política exterior activa en dos frentes: el europeo y el iberoamericano. En el primero selló una alianza perdurable con la Francia de Mitterrand (socialista) y la Alemania de Helmut Kohl (demócrata cristiano). En el segundo, de acuerdo con el presidente mexicano y con el apoyo y liderazgo del rey Juan Carlos I, convocó la primera Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno.
«Pese al descontrol y la miseria moral de sus gobernantes, la sociedad civil suple las carencias que amenazan nuestro futuro»
El resultado fue que España funcionó hacia dentro y hacia fuera. Ya no funciona más, aunque sí funcionan los españoles. Pese al descontrol, la histeria y la miseria moral de sus gobernantes, la sociedad civil suple las carencias que amenazan nuestro inmediato futuro. Lo que no salva a nadie de padecer la increíble catástrofe de nuestro actual servicio ferroviario, el deterioro creciente de las carreteras o el descontrol en la gestión del primer aeropuerto del país. Las razones son conocidas: el anterior ministro responsable dedicaba la jornada laboral a disfrutar de placeres corporales pagados con nuestros impuestos, y el actual a difundir memes y propagar memeces. Para no hablar de la caótica política exterior, sometida a los caprichos de cada momento y que amenaza hundir nuestro anterior prestigio en la Unión Europea y el liderazgo e influencia en América Latina.
Corrupción sistémica e ineficacia en la gestión es el resumen que el poder trata de maquillar con cifras de crecimiento macroeconómico considerables que no logran ocultar el descenso de la capacidad adquisitiva de las familias y la ausencia de un proyecto nacional fiable. Pero lo más preocupante a estas alturas es el deterioro general de la clase política en general, la incredulidad popular respecto a sus promesas y la pobreza intelectual y moral de los comportamientos de muchos de quienes la integran.
Da igual ya lo que diga Sánchez porque lo único que importa es lo que calla. Jamás ha explicado por qué cesó fulminantemente a Ábalos. Jamás ha aclarado este lo sucedido con la visita de Delcy Rodríguez. Esta especialista en burlar la sanciones que impiden la exportación de petróleo venezolano se encontró en Barajas con Aldama, acusado de un fraude del IVA de 180 millones de euros precisamente en el negocio de hidrocarburos. Jamás ha explicado Rodríguez Zapatero el motivo del almuerzo que tenía preparado en esa visita con la vicepresidenta venezolana y si por casualidad era el petróleo un tema de sus conversaciones. Al fin y al cabo, el embajador de España que ZP envió a Caracas fue condenado junto con su hijo por un fraude millonario, realizado precisamente a través de cobros de facturas falsas a la empresa petrolífera de Venezuela.
Pero también dará igual lo que diga Feijóo mientras el presidente valenciano siga sin explicar su virtual desaparición durante horas, mientras una mortal dana arrebataba la vida y las propiedades a centenas de ciudadanos. El jefe de la oposición no puede limitarse en su diálogo ante la opinión a increpar sin consecuencia alguna al poder en ejercicio sin ofrecer una alternativa: un proyecto de país y una recuperación del sentido de Estado.
«El jefe de la oposición no puede limitarse a increpar al poder sin ofrecer un proyecto de país»
No nos diga las normas que abolirá, sino las que ha de proponer. Si está dispuesto a terminar con una ley electoral que es el castillo invulnerable de la partitocracia y la garantía de que los diputados no deben obediencia a sus electores sino sumisión a los jefes del partido correspondiente, a sus manías y a sus intereses. Si es capaz de impulsar un diálogo global, con todas las fuerzas democráticas (y no todas lo son por el simple hecho de presentarse a unas elecciones), para revisar el título VIII de la Constitución. Este debe refrendar y empujar el papel fundamental de las autonomías sin vulnerar ni poner en riesgo la unidad y la seguridad del Estado, contra lo que viene haciendo el actual Gobierno.
Y es preciso que explique como hará para recuperar el papel singular de España en las relaciones internacionales. Deje de limitarse a pedir elecciones, porque elecciones antes o después habrá y no se preocupe tanto por un adversario ya derrotado, chamuscado hasta el sonrojo. No puede haber control parlamentario del poder frente a un poder que se ha amañado para destruir las bases de la independencia parlamentaria. Ofrezca, en cambio, un plan concreto y ambicioso de servicio a la sociedad que aspira a gobernar, un plan creíble y posible.
No nos diga cuántas leyes va a derogar, sino cuántas viviendas va a construir para que las jóvenes generaciones no miren con indignación y angustia el futuro que les espera. Aprenda del ejemplo de Gaspar Melchor de Jovellanos. Puede servirle para comprender que la labor de los intelectuales en política, y la de los activistas en la oposición, es también y sobre todo ayudar a que el país funcione.