Pasa todos los veranos, pero todos los veranos hay quien habla del fenómeno como si fuera nuevo. Y no es nuevo. Todos los veranos arde España y a lo largo del tiempo se han venido renovando las explicaciones. Hubo años en los que parecía que este país se hallaba poblado de caínes, de psicópatas, de pirómanos. Y hubo otros en los que se buscó la causa de tanto incendio provocado en una hipotética ‘cultura del fuego’, o sea, en un mal metafísico, en un mal por el mal y directamente relacionado con el culto satánico. En los últimos veranos, se está echando la culpa al cambio climático. Era inevitable. De pronto España nunca ha ardido. Nunca vimos arder Galicia ni Doñana, ni las costas del Mediterráneo.
No seré yo quien niegue categóricamente que el clima y las altas temperaturas puedan haber tenido algo o mucho que ver en el drama estival de los incendios forestales al que una vez más asistimos. Creo que, de hecho, hemos tenido un invierno demasiado abundante en lluvias que han hecho crecer una vegetación que, en época de calor y de sequedad, era un fácil pasto de las llamas. Como creo que la mano humana está siempre detrás de esta clase de desastres: la mano humana y los intereses económicos, que no tienen nada de novedoso.
Oigo por una emisora de radio a una conocida voz de la clase política entregada a una verborrea absolutamente banal, tediosa, hueca. Habla de ‘incendios de nueva generación’, de un presunto ‘cambio de paradigma’ en los estragos del fuego al que las nuevas generaciones deberán aprender a enfrentarse. Como era de prever, no tarda en aparecer en su discurso el término ‘sostenible’. Me doy cuentan de que no sabe nada; de que habla por hablar; por no callar. Probablemente, siempre habrá habido políticos así, pero no puedo sustraerme a la sensación de que se han multiplicado extraordinariamente esos profesionales de la diarrea verbal, esos cargos públicos de la oquedad, esos inagotables y agotadores altavoces de la nada.
A uno le llama la atención sinceramente que cuando se habla de los incendios estivales, del fuego del verano, de eso que podemos llamar ‘la España quemada’ y que es igual de alarmante o más que la tan traída y llevada ‘España vacía’, nuestra izquierda se muestre tan poco marxista, esto es, tan resistente a buscar detrás de estas tautológicas catástrofes un motor económico. El mismo que asola de manera igualmente recurrente al sur de Italia y cuyas superficies arrasadas hoy se atribuyen directamente a las ganancias y venganzas mafiosas. De hecho, ya se habla del negocio del fuego, de la industria del fuego, de la mafia del fuego de una forma explícita.
‘La España quemada’, sí. Es preciso acuñar esa expresión para convertirla en un objeto de atención y de estudio, cuya solución no se improvise anualmente, como si se tratara, en efecto, de un fenómeno inédito. Es preciso realizar un seguimiento riguroso del destino que hallan esas hectáreas hoy carbonizadas; si el lugar donde hasta ahora hubo un bosque termina sirviendo a determinados objetivos: al pastoreo, a la siembra o a la construcción de apartamentos. En un libro reciente, El mundo entonces, el escritor argentino Martín Caparrós constata cómo las vitrocerámicas, las calefacciones y los coches eléctricos han retirado el fuego de nuestras vidas.
Es verdad, pero hay una excepción: ese fuego que nos visita cada verano.