El jueves que pasó, Bruno Aloi sufrió una grave cornada en la novillada celebrada en la localidad madrileña de El Álamo. Una pena, porque el bravo mexicano estaba redondeando en plazas españolas una temporada de enorme mérito y significado. Pero mientras los toros tengan sus defensas íntegras y los toreros un corazón tan bien puesto como el de Bruno los accidentes durante la lidia lo mismo pueden quedar en volteretas sin importancia –como la que sufrió el miércoles, en Villaseca de la Sagra, Emiliano Losornio, otro joven y prometedor paisano– que terminar en partes facultativos tan impresionantes como el suscrito por el jefe del servicio médico a cargo de la enfermería en El Álamo: cornada en la pierna derecha de dos trayectorias, de 20 y 30 centímetros, más otra de 15 en la izquierda, con arrancamiento de la vena safena. Pronóstico: muy grave.

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Y pensar que el percance se produjo no mientras Bruno toreaba –que lo hace siempre con ceñimiento milimétrico y entrega total–, sino al intentar ese recurso aparentemente inocuo –y fastidioso– que es el descabello…  Pero en eso estriba la grandeza de la fiesta de toros, pues el riesgo perenne es condición del arte más vilipendiando que existe en el mundo. Y seguramente también el más extremo y cabal.

Verano sangriento. Así tituló Ernest Hemingway aquel reportaje por entregas que escribió para Life siguiendo la campaña de la pareja Dominguín-Ordóñez de 1959, reportaje publicado más tarde como libro donde lo más relevante resultó justamente el título, pues no hay temporada europea –que en realidad abarca desde la primavera hasta la entrada del otoño– sin que los equipos médicos no tengan que trabajar a destajo, lo mismo durante los meses de primavera, cuando los toros traen la yerba en la boca y la fuerza íntegra, que cuando, en agosto y septiembre, el calendario taurino se sobrecarga y los excesos de confianza suelen traicionar a la grey coletuda.

2025 no ha sido la excepción, y hasta Morante de la Puebla sufrió en Pontevedra –plaza de segunda– una cornada no demasiado seria pero que conmocionó al medio en proporción a la importancia artística de la víctima (11.08.25). Y si nos concentramos en los sucesos de las últimas semanas, cómo no mencionar el rasgo, con ribetes de heroicidad, del espada colombiano Juan de Castilla.

¡Que viva Colombia! Este diestro, nacido en Medellín (07.09.94) y apellidado en realidad Correa Sánchez, empeñado en hacer el toreo clásico con animales de divisas duras, recibió en la plaza francesa de Bayona (30.08.25) tres cornadas tremendas: un torazo de Arauz de Robles, en acometida intempestiva de final de faena cuando Juan lo provocaba en corto, lo arrolló violentamente y, estando en el aire, le caló ambos muslos con certero calamochear, causándole lesiones de tal magnitud () que ni los médicos ni nadie se explican cómo es que consiguió permanecer en el ruedo hasta dar cuenta su heridor.

Eso se llama y se llamó siempre pundonor torero, y sólo desde una postura de insensibilidad deshumanizada y deshumanizante –hablamos de sujetos que, en su fobia antitaurina, suelen decir que darían vida y honor por evitar el maltrato a seres sintientes– es concebible que se ignoren, censuren y desprecien tal tipo de gestas, confirmatorias, guste o no, del profundo valor humano de la tradición taurómaca y sus mejores cultores.

Neopuritanismo compensatorio. El comentario viene al caso porque la honrosa hazaña de Juan de Castilla coincide con la solemne confirmación oficial, emanada del Congreso Nacional, de la supresión de las corridas de toros en territorio colombiano, del que por cierto, ni siquiera tiene pleno control del gobierno, porque las zonas de la guerrilla y la cannabis siguen siendo inexpugnables. Tres años de gracia han concedido los congresales antes de cortar de tajo cuatro de las tradiciones más antiguas del país: la tauromaquia, el coleo, las corralejas y las peleas de gallos. Todas en el mismo saco, para no errarle.

¿Y si tan perniciosas son tales celebraciones, si tan malévolamente inciden en la deformación de las conciencias de quienes las practican y aplauden, por qué no suprimirlas ya, librando así a las nuevas generaciones de las deformaciones mentales y las inclinaciones criminales que la existencia de dichos juegos con animales sintientes conllevan? Parecería que un algo, un prurito, un resquemor, un no-se-qué de leve pero molesto remordimiento subyace a la decisión de sus señorías, tan progresistas ellas y ellos.

¿No será, en el fondo, el prurito de su neopuritanismo compensatorio? Ya que el siglo XXI desborda violencia a manos llenas, malignidad ya ni siquiera disimulada, posverdades tendientes a la destrucción de las culturas y la exaltación de la fuerza bruta; ya que corre a galope tendido, montado en su falsa utopía tecnológica y en dirección de la distopía terminal, qué mejor manera de disfrazar el desastre fingiéndonos más compasivos y civilizados que nunca.

Y puesto que no se pueden ni se quieren controlar desde el poder –subordinado el político al económico–, las causas reales de las cada vez más abundantes evidencias del caos imperante, acudamos a la aplicación de paños calientes de apariencia compasiva, entre los cuales vienen de maravilla las causas animalísticas –que la hambruna mate niños, pero no los toreros toros–, con su absurda extensión de los derechos dirigida a la fauna más próxima y sólo a ella, porque poco les importa que de un día a otro desparezcan especies marinas y terrestres  mientras se valga y festeje el seguir adoptando y mimando mascotas que suplan los afectos humanos que antes antaño se dispensaban a hijos y abuelos, tan pasados de moda actualmente.

El coronel no tiene quien le escriba. Imposible pasar por alto que no vienen solos ni la aberrante persecución y supresión de la tauromaquia como las innumerables causas, credos y modas que la corrección política y el redismo desenfrenado han impuesto y encumbrado. Los acompaña, con sañudo furor, la denominada cultura de la cancelación, que niega la existencia y arroja al fuego capítulos enteros del devenir de la humanidad, incluidas obras y autores cuya temática no se ajuste a los nuevos tiempos, incluyendo, en inextricable batidillo, lo mismo clamores atendibles que aberraciones de lesa cultura.

Y hablando de Colombia y su ley supretoria de las corridas de toros, las peleas de gallos y los coleos campiranos, seguramente habrán de pasar prontamente al archivo muerto de lo cancelado los lienzos taurinos de Fernado Botero –ilustre paisano de Juan de Castilla– y, entre tantos capítulos más de la historia y la cultura nacionales, merecedores asimismo de una condena sin apelación por el delito de transgredir lo políticamente correcto, una novela corta que es para muchos la obra máxima de Gabriel García Márquez y cuyo titulo es El coronel no tiene quien le escriba. Trata sobre la soledad, el amor perenne, la indómita esperanza y la vejez, y tiene por coprotagonista esencial, a quién se le ocurre, nada menos que a un gallo de pelea.

Igual que esa otra muestra de la genialidad de nuestro Juan Rulfo que, lo mismo que El Coronel, del texto escrito pasó a la pantalla: El gallo de oro.

Y para qué seguir…

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