El Tour de Francia es muy fácil de ubicar. Calor, vacaciones, evasión de rutinas, chiringuito, Pirineos, siestas de empapar la almohada. Siempre julio. La Vuelta … es el final de verano, la vuelta al cole, la rebequita, tonos amarillentos. No siempre fue así. Antes, la mayor parte de su historia, fue lluvia, frío, polen, alergias, el hit de ‘Me estoy volviendo loco’, Serranillos, Perico, Kelly, la eclosión colombiana… Todo aquello es ahora nostalgia. Porque la ronda española arriesgó. Cambió de fechas.De abril-mayo a septiembre. Y fue como la muda de piel de los reptiles y anfibios. Sacrificar parte de la esencia para crecer y lograr una nueva.
El director general de Unipublic entonces era Enrique Franco. Inteligente, inconformista y de lengua afilada, cogió el testigo de EL CORREO en 1979 para organizar una carrera que agonizaba entre protestas políticas. Había conseguido modernizar la prueba con la llegada de la televisión y la inclusión de puertos nuevos como los Lagos de Covadonga cuando España empezó a mostrar una imagen vanguardista y cosmopolita tras los Juegos Olímpicos de Barcelona. Entonces, quiso sumarse a la ola y perseguió su expansión internacional. El paso definitivo. Para darlo, contaba con un hombre de buena zancada: Miguel Induráin. Al menos eso creía.
El año previo al anunciado cambio de fechas en 1995, Franco había firmado un acuerdo con su equipo, el Banesto (no con Induráin) por el que el conjunto bancario podía llevar a los ciclistas que quisiera en el 94 si el navarro corría la que sería la primera Vuelta de septiembre (la segunda tras la esporádica de 1950). «Peor participación que la de este año no vamos a tener en el 95», dijo entonces el director técnico Alberto Gadea. Pero en los días previos al estreno, Miguelón manifestaría que no tenía «ni ganas ni ilusión» por correrla y se centraría en el Mundial de Duitama (Colombia). El dirigente estalló. «En otro sitio, público, políticos y medios de comunicación, no hubieran consentido su ausencia».
Su enfado fue desmesurado. Clamaba venganza porque el ídolo de masas le daba calabazas por cuarta vez consecutiva. Induráin no corrió ninguna Vuelta entre su primer y su quinto Tour. En abril tenía alergia y sufría con el frío. Septiembre podía venirle mejor, pero había que tener ganas. «Miguel es un ‘best seller’ cerrado que nunca podré leer, porque no sé francés», prosiguió. «A lo mejor con garrota podremos verle algún día en la Vuelta». Así fue en el 96, forzado tras no ganar el sexto en París. La cosa no acabó bien, con el desangelado abandono en el hotel Capitán de Cangas de Onís y su posterior retirada comunicada en 370 palabras.
La reválida
La Vuelta echó a andar el 2 de septiembre de 1995 en Zaragoza sin Induráin, Rominger (ganador de las tres ediciones anteriores) y Escartín, ídolo aragonés, apartado por el Mapei por su salida al Kelme. Por contra, estaban Zulle, Riis, Mauri, Virenque, Pantani, Ullrich y Jalabert: «Las nuevas fechas trajeron nombres, pero no hombres con ganas», valoró años después en El Confidencial el francés, absoluto dominador de la edición. Cinco etapas, general, montaña y regularidad.
Para colmo, los principales directores de equipo tampoco estaban contentos con el traslado a septiembre. La ronda desprendía un aroma a reválida, incrementado por la célebre frase de José Miguel Echávarri. «Quien no apruebe en el Tour, que vaya a septiembre». La segunda oportunidad sabía a segundo plato. Porque habría buenos ciclistas, pero no el más aclamado. El ganador del Tour. En la Vuelta de primavera ganaron Anquetil, Merckx e Hinault; a final del verano, salvo Ullrich, ninguno había triunfado también en París hasta el 2005, cuando Franco deja la dirección de la Vuelta.
El Chava, el clavo al que agarrarse
Con el cambio de propiedad (Víctor Cordero), se tanteó volver a abril. Había consenso porque a los ciclistas se les hacía largo septiembre, y muchas de las estrellas, ciclistas como Boonen, Bettini o Freire, acudían a La Vuelta con el único objetivo de preparar el Mundial y se retiraban antes de tiempo. Pero ya no había espacio en abril con las grandes clásicas y el público no había perdido el interés gracias a los duelos del Chava o la inclusión de puertos nuevos como el Angliru o el Alto de Aitana.
Con la entrada de Javier Guillén, se adelantó la salida a agosto, y la decisión estuvo espoleada por la generación de oro española. Los duelos de Contador, Valverde, Purito y Samuel Sánchez pusieron en valor el prestigio de la competición, seguida en 190 países. A todos ellos se sumó Chris Froome. Al fin, el anhelado ganador del Tour. Su empeño por añadir La Vuelta a su palmarés, sus asaltos perdidos ante el pinteño o Quintana, que en Francia sucumbían al Imperio del Sky, terminaron por consolidar la carrera en septiembre.
Jornadas como Fuente Dé, Arcalís o Aru dándole la vuelta a la carrera en la sierra de Madrid ante Dumoulin, el ‘Serranillos’ de final de verano engrandecieron su historia y fueron cerrando el debate. La Vuelta se hizo fuerte. Después llegó la eclosión de Pogacar y sus tres etapas y podio en 2019, la tiranía del Jumbo y Roglic y el alumbramiento de Evenepoel. Este 2025 es el año de Vingegaard, otro ganador del Tour, o Almeida, antes de que el genio eslovene regrese a por lo que terminó. Su leyenda.
La porfía de las fechas, que parecía ya zanjado, recobró en la bucólica edición del 2020 en octubre por el covid, por el que se llegó a abogar trasladarla a otoño (más por una cuestión paisajística que deportiva). Además, en 2027, se verá obligada a volver a retrasar sus fechas. La UCI ha programado entre el 24 de agosto y el 5 de septiembre en la Alta Saboya un Mundial que acogerá todas las disciplinas del ciclismo. La idea es darle una semana de margen, con lo que la carrera acabaría en octubre pese a no ser los deseado por la organización. Pero su mano izquierda para modificar sus fechas una vez, la convierte la grande con el calendario más flexible.