Expone sin artificios la vulnerabilidad que lo acompaña desde el día que le dijeron “tu madre tiene cáncer”. El periodista y escritor Máximo Huerta (Utiel, Valencia, 1971) se dio a conocer para el gran público en Informativos Telecinco, fue ministro fugaz de Cultura y Deporte, se desenamoró de la televisión, regresó a su pueblo y abrió una librería.

El día que entrevisto a Máximo (por favor, olvídense ya de Màxim, más adelante les explica él mismo por qué) anda liado terminando su última novela, preparando las vacaciones de su equipo en La librería de Doña Leo de Buñol (Valencia), ordenando pedidos, estudiando novedades y descartando aquello que no ha gustado a sus clientes. Todo ello con un ojo siempre pendiente de su madre.

Reconoce el daño que le causó el “ninguneo” del Gobierno de Pedro Sánchez tras su dimisión (a los siete días de su nombramiento dejó la cartera debido a una práctica fiscal legal que Hacienda reinterpretó después como infracción) y ahora ve desde la distancia cómo sus excompañeros de gabinete se agarran a la tabla de un barco que se hunde cual supervivientes, ilustra, mientras la orquesta sigue tocando.

Alejado ya de todo aquello, aunque sin haber podido olvidar la “humillación” que sintió, me habla de su primer amor, de la incomprensión en su infancia y de por qué en su feed de Instagram abundan casas parisinas. Y explica también por qué no quiere que la gente siga llamándole Màxim cuando su nombre es, simplemente, Máximo.

¿Cuándo fue la primera vez que se sintió comprendido?

Mi primer amor fue Madrid. Como nadie es de allí parece una fiesta de cumpleaños en la que todo el mundo está invitado, como en El Gran Gatsby. Me enamoré de la ciudad, de la noche, de cierta libertad, de salir, de agotarme. No sé cómo tenía tanta energía.

¿En familia ha sentido alguna vez esa comprensión?

En familia nunca. Cuando mi padre estaba muy enfermo y yo le cuidaba nos llevábamos muy bien, pero le quedaban tres años de vida. A lo mejor tampoco él fue un hombre comprendido.

Da la impresión de ser una persona cuidadora de su entorno.

Mucho. Desde niño. He sido alguien muy pendiente de los demás.

¿Le ha lastrado volver al pueblo a cuidar a su madre y dejar atrás Madrid?

Claro, yo estaba muy bien y de pronto alguien encendió las luces y dijo «tu madre tiene un cáncer». Y la fiesta se acabó y nunca volverá, es imposible. Romantizar los cuidados y la vejez es terrorífico. Me sé todas las enfermedades: Alzheimer, demencia, artritis… mi madre tampoco ve apenas y tiene dificultades de movilidad, son mil cosas. Vivo en una alerta constante hasta para estar este rato aquí contigo. Vivo con una alarma de Chernobyl permanente, pero sé que cuando no esté esa alarma… lo otro es inamovible. Entonces te debates entre algo doloroso y algo terrible. Yo me he aclimatado al pueblo, estoy genial con mis amigos, pero cuidar es agotador.

¿Qué nota que le aporta a ella su presencia?

A ella le relaja que yo esté. Pero yo también tengo que irme. De hecho, ahora tengo una colaboración en Madrid que escogí para tener un día y medio de oxígeno. Porque mi madre me necesita y yo tengo que volver cargado. Soy su ancla, aunque no me reconozca todo el rato, aunque me hable como yo si fuera su hermano o me pregunte por mí, que es muy duro.

¿Se ves en Buñol como destino final o se replantea volver a París o a Madrid?

A veces sueño para escapar. El eje no será Madrid, sino París y Buñol como lugar de arraigo. En París estoy buscando otra vez alquiler. De hecho, en el feed de Instagram solo aparecen casas.

¿La felicidad se parece a una certeza tranquila o a un gran momento de la vida?

La felicidad es la tranquilidad, la ausencia de problemas. Me dirás: ahora, ¿estás feliz? No, porque estoy en alerta constante: cuidar es agotador. Pero los momentos de tranquilidad se me olvida y se parecen a la felicidad.