Mateo Pierre empezó estudiando Traducción e Interpretación en Salamanca y, tras un año de paréntesis para repensar su rumbo, se embarcó en un máster en Gestión del Patrimonio Cultural. Allí mismo, casi por casualidad, llegó su primer encargo profesional: dos libros, uno a propuesta de una profesora y otro después de una conversación con un editor. Desde entonces no ha dejado de traducir, corregir, enseñar ni participar en la cadena del libro, también desde una caseta de la Feria de Madrid.

«He sido librero, profesor, traductor, corrector. No me he podido dedicar solo a traducir, como me gustaría, pero todo eso me ha permitido entender mejor cómo funciona el sector». Aunque se considera ante todo traductor editorial, no cree que eso se limite solo a la literatura. Traduce también revistas, ensayos, cómic y recetarios. «Todos los géneros se enriquecen mutuamente», dice, y esa variedad le permite saltar de un tono a otro, de una voz a otra, sin agotarse en un único tema. «A veces uno se alivia cambiando de género», añade.

Traducir, para él, no es repetir, sino interpretar. Una obra creativa en sí misma: «Con las lenguas cercanas, como el francés, es muy fácil hacer un karaoke del original. Pero eso no sirve. Hay que andarse con mil ojos y desconfiar mucho de uno mismo, y eso también es una lección de vida».

Con experiencia en inglés, francés y alemán, cree que el traductor vive en la duda constante. No tanto por ignorancia como por una desconfianza fértil, que obliga a mantenerse alerta. «Traducir es enfrentarse siempre a un abismo. Nunca estás seguro al cien por cien».

Preocupado por la precariedad del sector, sobre todo con el impacto de la IA, defiende un mayor reconocimiento del oficio, no solo con laureles: «No podemos pagar el alquiler enseñando nuestro nombre en las portadas». Termina lamentando la fuga de talento dentro del sector y la importancia de seguir formándose y de asociarse: «Solo no se puede, pero con amigos y compañeros, sí».