«Te digo que en ese momento el atardecer se ralentizó, como cuando las cosas importantes pasan, las cervezas se mantuvieron frías por toda la ciudad, las malas lenguas empezaron a cantar un bullerengue lento y las brisas dieron vueltas, anticipando que iban a tener que trabajar más desde ahora, manteniendo fresco este infierno. El sol rojo iluminó su cara, sus rizos y sus ojos por primera vez; ahí la abuela supo que el monstruito estaba destinado a ser reina del carnaval.

María del Pilar lloró y todos aplaudieron mientras la niña corría a los brazos de Enriqueta. Ahí fue cuando la señora Julia le marcó al mismísimo Leonardo Bahr, el dueño de todo el cemento que cubre este arenal, y le propuso un negocio de sangre: tenía a la esposa perfecta para su hijo, Leo Jr., la muñeca ideal para completar su imperio de juguete, la criatura más hermosa que ha nacido en este infierno húmedo que es la Costa: su nieta, Julieta Vanterroso».

Fragmento de Altasangre.

Una Barranquilla de vampiros, diosas, brujas, espíritus, demonios y ángeles perdidos en el fuego de la rumba y la amalgama de los mundos: la costura que hila la muerte y el goce carnal. Son los espacios místicos de una ciudad costeña bañada en gótico tropical que la escritora Claudia Amador nos entrega en su novela Altasangre (Laguna Libros, 2025). Con una narración fundada en lo fantástico, la autora corre el velo de las capas sociales de la ciudad, desde la adinerada familia Vanterroso bajando hasta la vida en servidumbre de los mixtos y las fiestas afrocaribeñas, que pasa por Altasangre Club y Barrio Abajo.

Su novela se nos presenta aterradora no solo por esos personajes que chupan la sangre y la devoran sin espera, sino, sobre todo, porque revela una realidad social deshonrosa. Las ceremonias y las costumbres de la élite van al ritmo de la cumbia y el bullerengue, el Joe Arroyo y Ray Barreto como sustrato de una narración colmada de sabor y de preguntas. Con la familia sedienta de sangre que aparenta el estatus digno de algún clan y una abuela que cría a su nieta para ser la reina de carnaval, Amador nos muestra una Barraquilla cuyas dinastías no pueden escapar a la profecía del fuego eterno.

Juan Camilo Rincón: ¿Cómo fue el ejercicio narrativo de crear este diálogo, muy propio, con su ciudad?

Claudia Amador: Narrar Barranquilla, y el Caribe en general, es un ejercicio complejo por sus múltiples capas sociales, culturales y políticas que, en ocasiones, rayan en lo absurdo. Intentar hacerlo desde una mirada convencional es, en sí misma, una hazaña. Cada rincón de la ciudad guarda historias, leyendas, sincretismos o, si se quiere, chismes y susurros de “malas lenguas”.

J.C.R.: ¿Qué caminos ha transitado la tradición literaria barranquillera?

C.A.: Son muy diversos: desde lo futurista e irónico de Una triste aventura de 14 sabios de Fuenmayor, pasando por la crítica poética de Cepeda Samudio, que ya coqueteaba con lo siniestro, hasta llegar a voces como Fanny Buitrago y Marvel Moreno, que escarban en las tensiones sociales, el deseo y la oscuridad barranquillera. Mi intención fue abrir una brecha a partir de esa herencia, construir un espacio narrativo donde lo extraño no sea la excepción, sino la norma; donde las leyendas sean ciertas y lo cotidiano respire una atmósfera de irrealidad. Una ciudad gemela, ambigua, atravesada por lo fantástico y lo inquietante. Como cruzar una frontera, una costura, un pegue de mundos, hacia una Barranquilla que reinterpreta la atmósfera de encierro propia de lo gótico, pero que, en lugar de castillos o conventos, nos presenta un sol inclemente, una estructura de poder inamovible y un carnaval que encierra a los personajes entre tamboras y máscaras.

¿Cómo tejió las relaciones históricas y folclóricas de la ciudad… el carnaval, por ejemplo, atravesadas por el terror?

El carnaval es un ritual vivo, una criatura que despierta una vez al año para trastocar el orden. Crecer en una ciudad con una fiesta tan arraigada al imaginario colectivo hace que una lo dé por sentado. En mi caso, siempre tuve una relación ambigua con el carnaval, porque sentía que se tragaba todo lo referente al arte local, acaparando la narrativa. Con el tiempo, y especialmente al estudiar literatura, descubrí dos claves que transformaron esta visión. La primera fue leer Un viejo cuento de escopeta, de José Félix Fuenmayor, donde el carnaval aparece ligado a una dimensión oscura y sincrética: la entrada del Diablo a nuestro plano. La segunda fue el concepto de carnavalización en la literatura, esa idea de que el lector no solo observa la fiesta, sino que se involucra en ella, que los límites entre ficción y realidad, entre personaje y espectador, se diluyen.

¿Cómo creó ese mundo habitado por una familia de vampiros y un aquelarre de brujas en el trópico colombiano?

Lo primero que apareció fue la esfera familiar. No sabía aún hacia dónde se dirigiría el mundo de la novela… en cinco años tuvo muchos nortes, pero sí tenía claro que en su centro había una familia de vampiros, o purasangre, como se les llama en el libro. También sabía que esa familia, y la ciudad, estaban lideradas por una matriarca. Aunque solemos asociar a los vampiros con Europa, casi todas las culturas han imaginado seres chupasangre. En el Caribe, por ejemplo, existe la Soucouyant, una mujer hermosa y letal que se transforma en fuego y vuela por las noches, con rasgos parecidos a los de la Candileja. A partir de ahí, el proceso consistió en tomar lo que me servía del mito vampírico… su elegancia, su apetito, su longevidad, su poder, y desechar lo que no dialogaba con el trópico.

Y ahí aparecen los mixtos, de otro linaje.

Son descendientes de cruces entre purasangre, humanos y habitantes originarios del territorio. Son ellos quienes, si deciden explorarlo, pueden desarrollar una conexión más profunda con lo mágico y lo ancestral, y acceder al Pegue de los Mundos, una brecha entre planos de realidad. Todo esto fue emergiendo a medida que me sumergía en las creencias y mitologías del Caribe, y entendía que aquí lo sobrenatural no está en los márgenes: está entreverado con lo cotidiano, con el calor, con la fiesta.