El Cautivo 0071r(c) Diego Lafuente

Alejandro Amenábar lleva años empeñado en demostrar que el cine histórico no necesita historia. El Cautivo confirma la sospecha: lo que menos importa es Cervantes, lo que menos interesa es Argel. Lo decisivo es Alejandro Amenábar y su fantasma del deseo. Estamos ante un ejercicio de exhibicionismo proyectivo donde el director se toma la libertad de convertir la prisión en espejo. Y ese espejo no devuelve la imagen del manco de Lepanto, sino la suya propia, embellecida, expandida y glorificada. Desde el primer plano, El cautivo nos sitúa en un Argel que no existe en ningún mapa histórico, pero que sí habita en el inconsciente cinematográfico de Amenábar: un harem iluminado con luces de neón, eunucos con abdominales de gimnasio, y calífas que parecen haber sido vestidos por Jean Paul Gaultier en versión orientalist chic. No es casual que el director haya declarado en entrevistas que quería “humanizar” el cautiverio de Cervantes, pero lo que realmente humaniza —o deshumaniza— es la proyección de su propio deseo: un deseo de escape, de seducción y de travestismo histórico.

Desde el punto de vista lacaniano, la película funciona como ilustración de manual de aquello que Lacan llamaba el stade du miroir. El espectador asiste a la construcción de un yo imaginario que suplanta al Cervantes histórico: el cautivo se contempla en la mirada del Otro —Hasán Bajá— y descubre no ya la condición de prisionero, sino la fascinación de ser deseado. No hay encierro sino erotización del cautiverio. El sujeto —Cervantes/Amenábar— se constituye como narrador de su propia gesta interior, sustituyendo la miseria de las cadenas por el brillo del reconocimiento. La película insinúa, con la sutileza de una grindr notification, que el verdadero cautiverio de Cervantes no fue el físico, sino el psíquico: un deseo reprimido hacia Argel, hacia el otro, hacia el moro como figura del goce. Y aquí es donde Amenábar hace su jugada más jodorowskiana: convierte el trauma en trip, el miedo en fetish, y la historia en hallucination. No es que Cervantes esté cautivo en Argel, es que Argel es el inconsciente de Cervantes, su otredad erótica, su objeto petit a con turbante.

Esta Argel ficcionalizada no obedece a coordenadas historiográficas, sino a lo que Freud denominó Wunschvorstellung, figuración de deseo. Lo que vemos es Chueca trasplantada al siglo XVI: un espacio de libertades veladas, de cuerpos ansiosos de rozarse, de pasiones secretas expuestas bajo la máscara de lo exótico. Lo árabe se reduce a decorado ornamental —alfombras, patios, celosías—, y lo mediterráneo a postal estilizada. Pero el contenido es contemporáneo: un melodrama de identidad, un carnaval de deseo reprimido que encuentra aquí su escenario seguro. La paradoja es que en su empeño por reconstruir el pasado, Amenábar lo desactiva. Ha vaciado Argel de historicidad para llenarlo de simbolismo personal. Como diría Lacan, la vérité surgit de la méprise: la verdad surge del malentendido. La historia se convierte en pantalla donde proyectar una verdad subjetiva que nada tiene que ver con los hechos. Y lo irónico es que esa verdad subjetiva resulta menos cervantina que amenabariana.

Jodorowsky habría aplaudido. Porque si Lacan nos advierte de la tiranía del deseo, Jodorowsky celebra su dimensión chamánica. Y eso es precisamente lo que Amenábar hace en El Cautivo: transformar la biografía en ritual de autoconocimiento, convertir a Cervantes en avatar iniciático. Cada plano parece diseñado como arcano mayor de un tarot cinematográfico: la Torre (el presidio), El Enamorado (el Bajá), El Loco (el Cervantes fabulador). La película avanza como ceremonia de psicomagia, donde el cautiverio no es una desgracia, sino un tránsito espiritual hacia el escritor que aún no existe. No obstante, esta operación es profundamente narcisista. El narcisismo, recordemos, es para Freud una fase originaria de investidura libidinal y para Lacan el terreno en que se cimenta el yo. Amenábar lo explota sin pudor: la figura de Cervantes no es objeto de reconstrucción crítica, sino instrumento para un narcisismo retroactivo. En lugar de preguntarse qué fue Cervantes en Argel, se pregunta qué sería yo si hubiera sido Cervantes. Y el resultado es un Argel reducido a camerino donde el director se prueba disfraces del pasado hasta dar con aquel que mejor se ajusta a sus fantasías.

La elección estética confirma este diagnóstico. La puesta en escena es impecable, calculada hasta la extenuación, pero su perfección se siente impostada. El Argel de cartón piedra no engaña a nadie: es demasiado limpio, demasiado pulcro, demasiado preparado para la cámara. La suciedad, la violencia, la asfixia del cautiverio histórico quedan fuera de campo. En su lugar se impone la armonía de la composición, el preciosismo de la luz, el artificio que recuerda a los dioramas de un museo etnográfico. Freud habría hablado aquí de proceso secundario: racionalización estética de una pulsión inconfesable. El guion tampoco escapa a este régimen de deseo. Los diálogos parecen más pensados para legitimar un presente que para encarnar un pasado. Cervantes habla como si quisiera ser personaje de Almodóvar, no prisionero de su tiempo. El Bajá actúa como amante reprimido que duda entre el castigo y la caricia. El conflicto se reduce a la vieja dialéctica sadomasoquista que Freud describió en Tres ensayos sobre teoría sexual, con la diferencia de que aquí el látigo se ha sustituido por mirada intensa y frase susurrada.

La escena del baño colectivo en ejemplifica lo que Lacan llamaría la “fase del espejo invertido”: el momento en que el sujeto no se reconoce en su imagen especular, sino que se des-conoce al descubrir que el deseo del Otro lo mira antes que él pueda constituirse como yo. El bagnio que Amenábar nos presenta —columnas de vapor, mármoles travertino, jabón negro importado— no es la prisión de Cervantes, sino el spa del deseo nacional, un hammam chic donde el pasado se queerifica para que el presente pueda masturbarse sin culpa. Amenábar, pues, queerifica el orientalismo: ya no se trata de «el moro enemigo de Dios», sino del moro enemigo de mi heterosexualidad. El cuerpo del otro se convierte en stand-in del goce prohibido; su sola presencia interroga la identidad sexual del héroe —y, por extensión, la del espectador español medio— sin necesidad de pronunciar una sola palabra.

Lo fascinante, aunque irritante, es que Amenábar parece creer en la verdad de esta fábula. Su obsesión por la perfección técnica convive con una ceguera hacia la incoherencia histórica. Y ahí radica la dimensión psicológica más interesante: el mecanismo de defensa de la desmentida. Niega lo que sabe —que este Argel jamás existió— para sostener su construcción fantasmática. En psicoanálisis se denomina Verleugnung: rechazo de una realidad dolorosa para preservar el goce de la fantasía. El público, mientras tanto, oscila entre la fascinación estética y el desconcierto intelectual. Se admira la factura, se cuestiona el contenido. Y en ese hiato surge lo cómico: la risa snob que reconoce el artificio y lo celebra como síntoma. Porque El Cautivo no es cine histórico, es síntoma en celuloide: síntoma de un director atrapado en su propio deseo, incapaz de liberarse de la pulsión de estetizar su biografía proyectada en los demás.

Desde una perspectiva foucaultiana, podríamos añadir que el cautiverio de Cervantes no es aquí un dispositivo disciplinario, sino un laboratorio de subjetividades. El poder no oprime, erotiza; el encierro no silencia, inspira; la violencia no castiga, seduce. Amenábar subvierte la genealogía del poder en beneficio de su poética personal, convirtiendo al verdugo en amante posible, al prisionero en héroe erótico, al cautiverio en performance identitaria. Pero si la genealogía foucaultiana ilumina el mecanismo, es Lacan quien nos permite entender la raíz. Lo que falta en El Cautivo no es rigor histórico, sino reconocimiento de la castración. Amenábar se niega a aceptar el límite de lo real, ese Réel inasimilable que impide satisfacer plenamente el deseo. Prefiere reconstruir un universo donde el límite desaparece, donde el Otro responde siempre al anhelo del sujeto, donde el deseo se cumple en la escena cinematográfica. Estamos ante la enésima variación de su neurosis estética: no tanto narrar la historia como narrarse a sí mismo a través de la historia.

Es también destacable cómo El Cautivo se hermana con La pasión turca de Antonio Gala en una misma operación psicológica: la conversión del Oriente histórico en pantalla donde proyectar fantasías occidentales. Si Gala situaba a Desideria en un Estambul de alfombra, especia y amante autoritario para que descubriera un goce prohibido que nada tenía que ver con Turquía, Amenábar coloca a Cervantes en un Argel de cartón piedra —o más bien de barrio madrileño reetiquetado— para que despliegue un deseo de reconocimiento y fascinación que tampoco pertenece al siglo XVI. En ambos casos, el Otro no existe: ni el turco de Gala ni el bajá de Amenábar tienen entidad real, son marionetas de la fantasía del protagonista. Lacan ya lo dijo: el Otro es lugar vacío donde el sujeto se reconoce a sí mismo. La diferencia es de envoltorio: Gala se entregaba sin pudor al kitsch erótico, Amenábar lo cubre con la pátina del cine histórico; pero en ambos late la misma pulsión narcisista de convertir el cautiverio en espejismo del deseo propio.

El cautivo no es una película sobre Cervantes, sino sobre el yo ideal de Amenábar, que se proyecta en el pasado como quien se toma un selfie con filtro de sepia. No hay historia, hay fantasía. No hay historia, hay deseo. No hay Cervantes, hay Amenabar en drag. Y eso, lejos de ser una crítica, es su mayor logro. Porque en tiempos de postverdad, ¿qué es el cine sino un safe space para que los directores españoles disfruten de su kink histórico sin tener que pasar por el inconveniente de la documentación? En este sentido, El cautivo es la película que España necesitaba: una terapia de grupo en la que el pasado ya no es un lugar de trauma, sino un resort de deseos. Una disneylandia del inconsciente en la que Cervantes, como diría Jodorowsky, no está loco sino poéticamente desnudo.