Arquitectura & Diseño
Por Luis Bretón Belloso
En 1977 Francisco Umbral publicó un artículo contra las Torres de Colón y la arquitectura de la capital que hoy está más de actualidad que nunca
“Vuelvo de Barcelona y lo primero que veo son las Torres de Colón transubstanciadas en giraldillas horteras, falsas y bancarias. (…) Rumasa las ha comprado y como Rumasa tiene alma de Lola Flores, las ha llamado “Torres de Jerez”.
Torres de Jerez, antes de Colón, antes Palacio de Medinaceli, antes gloria arquitectónica de Madrid, hoy rascaleches”.
De esta forma maldecía Francisco Umbral su regreso a la capital desde Barcelona el 22 de julio de 1977. Volvía, según contaba en un artículo de prensa publicado aquel mismo día, de recibir cuidados oftalmológicos en la Clínica Barraquer de Barcelona cuando, bajando por la Castellana, se topó con las susodichas espetando lo siguiente:
“No son una alucinación de mi vista herida”. (…) Y venía yo de gozar del urbanismo catalán. Si lo sé no vuelvo”.
Concediéndole la crítica al conocido escritor español, convendría señalar que no hay más móvil urbanístico, por aquel entonces y ahora, que el económico. Y que la misma codiciosa moral iluminaba Madrid, París, Chicago o su querida Barcelona. Por desgracia, crecer a lo alto ha sido y es, hoy en día, consustancial a toda gran ciudad. Algo supuestamente distinguido. En cualquier caso, lo cierto es que ningún arquitecto podría haber descrito mejor la sensación de pasmo producida por la visión de aquellos dos mamotretos recién plantados en La Castellana. Que no digo yo que el antiguo Palacio de Medinaceli fuera un grial arquitectónico. Muy bueno no sería cuando pasó por las manos de dos duques y un marqués en menos de 20 años. Pero oye, tenía su mansarda. En realidad, por entonces, palacio, mansarda y duque de Medinaceli se ubicaban gentilmente justo en la parcela de enfrente. Umbral los concierne porque en 1966 el Ayuntamiento decidió reconfigurar por completo la Plaza de Colón, cargándose todos los edificios históricos que la conformaban. Entre las glorias damnificadas se encontraban, además del Palacio de Medinaceli en cuestión, la Antigua Casa de la Moneda y el Palacio de Silva y Fernández de Córdoba. Este último, en el lugar exacto donde ahora se alzan las torres.
El resultado de esta operación de destrucción integral es el esperpento que hoy soportamos: uno de los espacios más desarticulados y sin sentido de toda la capital.
El problema era que Madrid, en esos años, pasó de querer ser París a Chicago y claro, se le cortó la digestión. Pero es necesario advertir cuanto antes que el sustantivo “rascaleches” que empleó Umbral en aquel artículo de prensa no era suyo, sino del malogrado Miguel Hernández. Bastante más específicos son los adjetivos que sí puso de su cosecha: “Torres feas y unánimes”.
Feas desde luego eran. Unánimes también. Donde vivía un burgués ahora lo harían docenas. Y lo hubieran hecho de no ser porque, en el último momento y para compensar el lucro cesante causado por una incorrecta paralización de las obras, el Ayuntamiento concedió el cambio de uso del residencial originario al de oficinas final. Afortunadamente, esta pirueta municipal libró al ciudadano de una visión todavía más devastadora que la descrita por Umbral aquel verano del 77. Porque torres pase, pero residenciales… Imagínense las sábanas y ropa interior colgadas de las ventanas de aquellos dos mastodontes.
Por suerte, la historia de este “rascaleches” se cruzó con la de Antonio Lamela, quien firmó el proyecto y se encargó de su construcción, uno de los logros más importantes de la arquitectura española del siglo XX. Claro que esto a Francisco se la traía al pairo, porque lo que exaltaba el arquitecto era lo que le espantaba al escritor. Para el primero, las torres constituían la máxima expresión de una inteligencia arquitectónica moderna e incipiente. Una nueva arquitectura que ya no se reconocía en la historia sino en la técnica y cuyos valores no eran el gusto o la cultura, sino la audacia y el desempeño. Lamela creía con una fe ciega que el edificio no era una escultura sino una máquina. Y esto es lo que plantó en Colón: una máquina maravillosa.
Para el segundo, sin embargo, esta verborrea mecanicista las convirtió en dos mamotretos incomprensibles que deshumanizaban y violentaban el entorno urbano secuestrando su historia y por ende su identidad. Para el madrileño medio, aquellos dos enormes artefactos no le resultaban muy distintos del viaducto de Atocha o del pantano de El Vellón.
Pero esos tiempos pasaron. El actual propietario de las torres (cuya identidad es irrelevante), en un nuevo y asombroso tirabuzón normativo, las ha vuelto a reformar. De alguna manera, las ha infectado con algún patógeno que las ha transfigurado en un engendro siamés mutado y sin sentido que solo demuestra una absoluta falta de gusto. Esta conducta autodestructiva o idiota se llama “devaluación voluntaria”. Es característica de nuestros tiempos, pero no exclusiva de la arquitectura. Consiste en la transfiguración de cualquier cosa. un edificio, un objeto o una cara borrando sus rasgos más particulares y auténticos para transformarlo en algo anodino e insustancial. Se trata de una conducta indeseable que constituye otro síntoma más de idiotización de nuestra sociedad en estos días en los que el mercado es global, las ideas mediocres y la inteligencia artificial.
Esta controvertida forma de ver la arquitectura, absolutamente contemporánea, y jamás comprendida por la crítica académica, se ha apropiado del skyline de la ciudad convirtiendo Madrid en un Gotham City ibérico. Da igual que las torres se parezcan o no al proyecto original, respeten o no las intenciones de su autor o cumplan o no con una normativa tan abstracta como arbitraria. Lo peor es que las torres ya no son Torres de Jerez, ni de Colón, ni Palacio de Medinaceli; ni recuerdan a Rumasa, ni a Lola Flores, ni a Gotham City, ni a Lamela, ni a nada de nada. Ahora las torres son un activo inmobiliario de consumo energético casi nulo, o sea, un frigorífico.
Ni el arquitecto se reconoce, ni el madrileño se emociona, ni el escritor se solivianta. Y para nosotros… sencillamente han desaparecido. Ya lo dijo Francisco: “De gloria arquitectónica a Rascaleches”.