Su pueblo natal, Anna, lo ha visto crecer y envejecer. Es un municipio con muchas fuentes, pozas y estanques. El agua se oye todo el tiempo, como un latido que acompaña la vida del pueblo, que ralentiza o acelera su ritmo según el caudal. Una cascada cae a varios niveles sobre la plaza del ayuntamiento, a los pies del Palacio de Cervellón y algunas casas tienen un puentecito en la entrada porque por debajo corre el agua.
La pintura de José María Molina Ciges, como todo el verde y las flores y el campo de las montañas de su pueblo, bebe de muchas fuentes: de los clásicos, del impresionismo, de las vanguardias, del arte pop, y de todos los nombres propios que aparecen reflejados en sus cuadros y que reviven gracias a su obra. Odilón Redon, Pierre-Auguste Renoir, Pierre Bonnard, Van Gogh, Paul Gauguin o Rubens, entre otros muchos, aparecen por todos los rincones de su estudio y cobran una forma renovada en sus lienzos. Son un universo de referencias infinito.
Casi se puede ver cómo le miran y sonríen. Y, cómo José María, se funde con ellos por un instante, en un tiempo comprimido de forma, color y materia, gracias a un sentido compartido, de reflejar lo que los ojos del alma ven sobre un soporte de dos dimensiones, del mundo físico, material. “Estas son unas haitianas de Gauguin, es un cuadro un poco duro,” explica. “A mí no me gusta nada,” replica su mujer, Marichu. Es una composición con una figura de bebé en primer plano, tendido sobre una tela en el suelo, con una figura femenina que le da la espalda, ambos de cartón amarillo sobre un fondo azul ultramar. Ofrecen una imagen difícil, radical quizás. Pero, Molina Ciges la defiende, sabe que es auténtica. Y el dolor asoma en su gesto cuando recuerda las palabras de la madre de uno de sus compañeros de Bellas Artes: “Jo no sé res, pero això que fa el meu fill em sembla precios,” y la compara con lo que él escuchaba en casa, llegando a soportar el insulto por su pintura.
Molina ciges muestra algunas de sus obras. / Raquel Aguilar Alonso
A pesar de todo, José María eligió ser pintor, aunque también le gustaba escribir, y quedan algunos de sus textos, rescatados y publicados en la monografía que le dedicó Carlos Arean en 1979, en los que nos habla de la condición humana a través del anhelo por la libertad y de su búsqueda personal a través de la pintura. Escribe: “En lo que sí creo de verdad es en el equilibrio que se puede alcanzar entregándose verdaderamente a algo. Es un equilibrio que nos ayuda a andar por la vida sin miedo y que es para mí la consecuencia de la lucha personal que realizamos minuto a minuto para conseguir nuestra libertad interior en nuestros sentimientos, pensamientos y acciones».
Desde la juventud, se entregó a la pintura. Y es en el espacio que su lucha interna cede a la vida donde anida su arte, donde se desenvuelve con una fuerza que le sobrepasa, que le empuja desde el mundo universal de las imágenes al de sus obras, llenas de sentido, ordenadas y libres, hechas de cartón y color en las que reconocemos toda la verdad que cabe en una forma.
Hoy, paso el día con el pintor José María Molina Ciges y su mujer, Marichu. Tengo la oportunidad de conocerlos y adentrarme en la intimidad de sus vidas y su estudio. Ellos son hospitalarios. No, amables. Tampoco. Son absolutamente encantadores y me enseñan todo lo que está pintado, todo lo que tienen guardado.
El pintor, junto a su mujer, Marichu. / Raquel Aguilar Alonso
En uno de los cuadros de la serie en la que está trabajando, un conjunto de fucsias rojas y naranjas se superponen a una masa de hojas verdes y unos tallos de formas onduladas. Las fucsias son unas plantas muy elegantes, sus flores, colgantes, tienen un cáliz cilíndrico y su corola es de cuatro pétalos, también se les llama pendientes o zarcillos de la reina. El pintor explica la visión de ese cuadro mientras estaba ingresado en el hospital y cómo, en cuanto volvió a casa y sintió fuerzas, lo pintó. Ha pasado la fase de hacer, deshacer y tirar. Comenzar esta serie, como otras, tuvo ese coste. Unos cuadros sobre los que no conseguía reflejar sus visiones, sobre los que hizo y rehízo hasta descartarlos. Fueron meses de mucho trabajo, de probar esto y aquello, de desarrollo. Ahora, ya sabe por dónde va, ha definido sus motivos y la búsqueda da frutos.
Molina Ciges se levanta temprano, toma un café y sube al estudio. Pinta todos los días, a no ser que enferme o el cansancio le abata. Pinta porque es su vida, porque pintar ha sido y es su refugio. Tiene varios cuadros empezados, uno abocetado, otro que no sabe cómo seguir y un par a los que les falta algún retoque, pero decide empezar uno nuevo. Acaba de recibir su último encargo de material, lienzos de gran formato y mucho cartón gris. Se lo suben todo, porque a su pesar, su estudio ocupa la planta más alta de la casa. Pega una capa de cartón sobre la tela con una cola para tareas de bricolaje, es el primer paso, cien por setenta es la medida más grande de cartón que existe en el mercado, así que va sumando pedazos hasta cubrir los dos metros por uno cuarenta y seis centímetros que tiene su cuadro.
José María pinta con la imagen de la sesión anterior en su cabeza, posee el privilegio ganado a fuerza de trabajo de poder pintar sin interrupciones significativas. Dice ser tímido y orgulloso, y haber vencido muchos miedos. Se ha tenido que convertir en un negociante, un fenicio, explica, para sobrevivir con su pintura en este mundo. En ocasiones, recuerda sus años de maestro y cómo, tras dejarlo, pasó todo un año tirando cuadros hasta reencontrar el punto de aprendizaje en el que se había quedado.
Bocetos del pintor en su estudio. / Raquel Aguilar Alonso
La imagen de hoy se muestra más clara que la de ayer, pero no es suficiente, nunca es suficiente. Borra, rectifica y planea otra composición con leves variaciones. Pequeñas a los ojos de la mayoría, grandes para los que entienden un poco. Rememora la frase de su querido amigo, el pintor Martí Quinto, “soy autocrítico, pero no tanto como para castrarme.” Y así, disfruta cada uno de sus hallazgos y se percibe la satisfacción que siente. Trabaja menos horas que antes, aunque ahora son más productivas porque duda menos que cuando era joven.
Sigue su cuadro, dibuja sobre el cartón y recorta otros con forma de flor. Los superpone tapando las juntas del soporte, lo que junto a las formas de sus motivos genera una especie de bajorrelieve. Coge el pincel. ¿Qué tal un amarillo? Busca nuevas flores en internet. Las anemonas, lirios y margaritas cobran fuerza en su pintura y aparecen cada vez más en sus cuadros. También busca referencias para pintar plantas, sobre todo, esqueléticas porque sus composiciones reclaman más verde. Acude a la copistería del pueblo, imprime las fotos recabadas y cuando llega a casa, las fotografías de plantas y flores forman sobre su mesa un montón de folios que, junto a los botes de pintura, los lápices compuestos, las colas, los barnices, los pinceles y el cúter son sus herramientas.
El pintor se declara un amante de la botánica. De hecho, su colección de cactus era bien conocida entre sus amigos y las flores de sus cuadros son las mismas que cultiva y recoge en sus paseos. Puede reconocerse una pasión que no distingue entre la belleza natural y la pintura porque en su caso, ambas se barajan a partes iguales.
Algunas de las obras de Molina Ciges. / Raquel Aguilar Alonso
Con el lápiz trabaja el claroscuro sobre las manchas de color y de esta manera da volumen a las flores y a las hojas de la composición, también dibuja algunos motivos directamente sobre el cartón. Y para, no los pinta. Los trazos de lápiz destacan sobre el gris del cartón y contrastan con las masas violetas, blancas y verdes de abajo. Ya sabe lo que dirán sus vecinos, que por qué no termina el cuadro. Ríe.
Marichu le llama: “José María, ven a doblar unas sábanas.” Él pone interés, pero está incómodo, se cambia de lado, a ese otro no está acostumbrado, dice que sus reflejos no funcionan. Ella recalca que es un hombre muy cuadriculado. Él se acoge a su rutina y la mantiene, Marichu dice ser más espontánea, más intuitiva, como cuando improvisa la comida con lo que hay en la nevera. Pero eso no es tan raro como ella piensa, aunque al lado del rigor del pintor, quizás lo parezca. Su orden le permite ser constante en el ejercicio de su pintura, un gran logro del que pocos gozan. También defiende sus costumbres, como cuando rechazó exponer las pasadas navidades en el Palacio de Cervellón, en su pueblo, porque, “a mí me han enseñado que no son fechas para trabajar, sino para estar con la familia.” Hermanos, numerosos sobrinos y sobrinos nietos ocupan el espacio de los hijos que no tuvo.
Fuera de Anna tampoco se anima a exponer. “Tengo pocas ganas de mover la obra, se ha muerto la gente que me ayudaba, ahora todo es más difícil.” Le comento que es una pena, porque su obra reciente es espléndida. “Perdón,” dice, “no te oigo, estoy sordo como un viejo.” Keneth Clark , en “El artista envejece,” reflexiona sobre la última etapa de la vida del artista y, mientras reconoce una pérdida de intensidad en el poeta, describe la asombrosa fuerza en el toque de pintores ancianos como Tiziano o Rembrandt.
José María Molina Ciges. / Raquel Aguilar Alonso
José María Molina Ciges cumple ochenta y ocho años en pocos meses y el brillo de su mirada junto a la energía que desprenden sus manos, es tierna y llena de vida como los brotes de las fucsias en primavera, que crecen, como su pintura, en condiciones óptimas en el refugio de su casa estudio en Anna.
En una de sus últimas obras, las kentias verde cinabrio son protagonistas. Parecen los dedos ágiles de un violinista en reposo, y se distribuyen por la parte inferior del cuadro. Las anemonas con sus pétalos redondeados forman un conjunto en diferentes tonalidades de rojos, mientras dos violetas hacen de contrapunto. Las amapolas, escarlatas, se aprietan a un lado del cuadro mirando hacia arriba, las margaritas, perdidas, buscan a sus hermanas en un aullido amarillo. Las plantas esqueléticas sostienen el conjunto y almidonan el espacio. Las recorren un río de hojas que fluye en sentido inverso al de las flores. Todas existen en una convivencia perfecta, a punto de entonar una melodía a diferentes voces. El violín solista entona un “la” verdoso, y el director de la orquesta alza la batuta, digo, el ojo. “¿La escuchas, José María? Es perfecta, exactamente lo que perseguías, ante ti tu obra coral, operística, que te envuelve y nos sobrecoge.”