Esta mañana hubo lereles en los corrales de la Plaza de Valladolid. Como tantas otras veces, los veterinarios y las autoridades que conforman los «equipos» facultados para aprobar o rechazar los toros que habrán de lidiarse unas horas después de estas operaciones prospectivas, no se ponían de acuerdo con los profesionales subalternos que habrán de enfrentarse a ellos –a los toros– con capote y banderillas. El toro «Porteño» era el quid de la cuestión. Estaba justito de peso y los «vetes» ya tenían medio convencido al presidente para que fuera desechado «por falta de trapío». Tuvo que ser el propio ganadero, Victorino Martín quien, apoyado por apoderados y los citados subalternos, consiguiera «bajar del burro» al presidente, tras convencerle de la buena reata y de la tipología impecable que lucía el animal.

Es muy probable que lo antedicho fuera desconocido por aquél sujeto que alzó la voz –y la planta: se puso de pie— e increpó al ganadero desde las alturas de la última fila el tendido 8. Clamaba el hombre contra la «cabra» que acababa de salir a la arena. Con acento mitinero, puso a parir a Victorino y a quienes consienten estos «atropellos». La gente se quedó ojiplática tras la perorata, sin entender muy bien a qué venía tanta furia compulsiva, si el toro en cuestión acudía a los cites con prontitud y lo estaba toreando Tomás Rufo primorosamente con el capote, por delantales. La evidencia: el toro «Porteño» era más chico que los dos anteriores, de menos peso, quiero decir, pero era la pintura de un clásico ejemplar de toro puro de Saltillo, de toda la vida: agalgado de cuerpo, degollado de papada, hocico de rata, de cuerna proporcionada y acerada y capa cárdena clara. Pesaba menos, sí, ¿y qué? Si rebasaba el mínimo reglamentario y tenía la edad precisa, ¿a qué viene ese intento de sabotear su presencia en el ruedo? Qué cosas hay que ver, y oír. Afortunadamente, la tormenta amainó en cuanto le pegaron duro en varas, Uceda Leal entró al quite por verónicas y «Porteño» acudió con alegría a los banderilleros que cumplieron espléndidamente su función, especialmente Fernando Sánchez, que colocó un par antológico.

En esas estábamos cuando Tomás Rufo montó la espada de ayuda y se fue al toro en los tercios del 1, para sacarlo a los medios y citarlo con la muleta en la mano diestra. Fue decirle «¡ eh, toro!» y comenzó la sinfonía de la faena más competa de la feria, la más artística, la más lograda. «Porteño» se arrancó veloz, pero al llegar al embroque de la suerte, agachó el morro y redujo la velocidad de la carrera, como reducen sus revoluciones los motores de explosión, hasta alcanzar la mínima expresión sin que el vehículo –el toro—deje de dar muestras de seguir funcionando de forma estable: al ralentí. O sea, que este «victorino» estaba signado con la notable gracia de embestir al ralentí. El toro, de bandera, pero el torero no le fue a la zaga. Qué difícil es torear al ralentí a los toros que embisten al ralentí. Y qué difícil es que salgan toros así. Arrastraba Tomás Rufo media muleta por el suelo y el toro caminaba lentamente, dejando que los flecos de la tela le cosquillearan el hocico. Las series de naturales y pases en redondo se sucedían entre el clamor del público. Ni el toro se cansaba de embestir ni el torero de torear. Y todo con una premiosidad deliciosa. Pueda que sea el mejor toro que ha lidiado Victorino esta temporada. Un toro que murió de una estocada en la cruz, fue arrastrado sin las dos orejas y se le dio la vuelta al ruedo en medio de una rotunda ovación. Ignoro si el mitinero abandonó el coso vallisoletano, tras el petardo que pegó. Me importa un bledo. En esto de los toros, el ignorante es un reincidente contumaz en su ignorancia, sencillamente, porque también ignora que ignora.

En lo que al ganado se refiere, la corrida fue discurriendo con los «victorinos» humillando en las embestidas y facilitando el triunfo de los toreros, con la excepción del lote de Jiménez Fortes; porque el segundo bajó el tono de la ralentización y el quinto permitió que se jugara el tipo en cercanías inverosímiles, lo cual le proporcionó una oreja bien ganada. Uceda Leal fue el primero que se percató de la excelencia de las embestidas de los toros, al punto de torear a la verónica con templanza y empaque y de gustarse y gustar al público en varias series de naturales que fueron un primor. El cuarto le entrampilló y le destrozó la banda del precioso vestido catafalco, que estrenó en la pasada feria de San Isidro de Madrid. A este lo pinchó antes de la estocada, pero al primero lo fulminó de un espadazo en lo alto. Oreja en ambos. El último toro fue largo y grandón, pero también noble y de embestida larga y humillada. Rufo lo toreó a placer, pero falló ligeramente con la espada y el premio se redujo a una sola oreja. Tres en total, lo cual le postula para ganar el trofeo San Pedro Regalado del Ayuntamiento de Valladolid.

La gente –dos tercios de entrada– salió del coso del paseo de Zorrilla con una sonrisa de oreja a oreja; pero los toreros se llevaron seis de los «victorinos» que embistieron al ralentí. Una corrida para recordar.