Como quien deja que una pastilla de chocolate se disuelva en la boca, leer es demorarse en las palabras, dejarlas abrirse, revelar su sustancia, sorprender con lo que llevan dentro. Es saborear y digerir. Las palabras saben, huelen, suenan. Intensas como una especia, amargas como una cáscara de limón, dulces como un helado. Los libros se comen.
Los platos se leen. En ellos está escrito un territorio, una memoria, un camino personal o colectivo. Un guiso narra un viaje; una sopa, el clima de una región; un pan, el pulso de una comunidad. Al igual que cuando pasamos las páginas de un libro y nos conmovemos con la vida de sus personajes.
Un lector recorre capítulos; un comensal atraviesa un manuscrito de entradas, platos fuertes y postres. Explorar letras y sabores son viajes paralelos: unos de palabras, otros de ingredientes, ambos cuentan vidas, sueños y pasiones.
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La palabra leer viene del latín legere: recoger, elegir, reunir. Y en eso también se parece a comer: recogemos de la tierra, elegimos lo que nos alimenta, reunimos en un plato los saberes de un lugar. Leer los sabores es tan mágico y poderoso comoun poema. Los dos enseñan a mirar con atención e imaginación.
En estos días una influencer afirmó: “No sois mejores porque os guste leer”. Es cierto: leer no es pedestal, es posibilidad. Un libro, una receta, una crónica, nos enseña a escuchar, nos conecta con los otros, con sus historias, con su cocina. No hacerlo encierra, empobrece, limita, deja un repertorio corto de palabras, de paisajes, de mundo y de sabores. La ignorancia, entonces, es una elección.
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La lectura no otorga superioridad. No hay jerarquía entre quien viaja y quien no, entre quien cena en restaurantes de lujo y quien lo hace en su casa. Leer, la moda, comprar arte: nada de eso da supremacía. Lo que sí hace la diferencia es la disposición a entender, a mirar con curiosidad y criterio, a informarse, a decidir y conocer con conciencia. Afimó Borges: “La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz”.
Cocinar por primera vez una receta es un ejemplo sencillo: se necesita comprender con precisión, interpretar tiempos, traducir medidas y técnicas. La cocina empieza en la cabeza antes que en las manos.
Los libros nos han enseñado cómo sabe el mundo antes de probarlo: especias que llegaban en relatos de viajes, vinos descritos en novelas, frutas que se abrían paso en crónicas de conquistadores, cenas que, detalladas en biografías, nos antojan. La palabra escrita nos acerca a culturas que no hemos visitado y nos conecta con pueblos que quizá nunca vayamos a saborear.
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Sumergirse en un texto y en un plato son actos de humildad: reconocer que no lo sabemos todo, que podemos aprender, que siempre habrá un sabor o una palabra que nos falte. Hay que dejarse transformar por lo que uno descubre y come.
Porque tanto en la literatura como en la cocina, la grandeza está en la capacidad de abrirse a lo desconocido, no en la vanidad de mostrarse. Buen provecho.
MARGARITA BERNAL
Para EL TIEMPO
@MargaritaBernal