Estamos en el ecuador de la feria de Salamanca y los recuerdos abriendo de par en par los almacenes de las vivencias. Lejos quedan aquellas ferias de los ochenta con La Glorieta abarrotada y las interminables colas en las taquillas de Íscar Peyra. Tiempos de reinado del Niño de la Capea, de Julio Robles, que despertaba el volcán de su plenitud artística. El Viti, el gran señor y maestro del toreo salmantino, llevaba unos años retirado y asomando su figura a La Glorieta –ya con la inconfundible cabellera plateada-, para ver las corridas desde un palco y recibir tantos brindis de admiración de los toreros. Época del viejo Manzanares, de la irrupción de Ortega Cano, de la explosión artística de José Miguel Arroyo, de Espartaco en lo más alto y el más taquillero de entonces, de los hermanos Campuzano –la clase de José Antonio y el poderío de Tomás-; del cartel de los banderilleros que llamaban el salvaferias, con Esplá, Mendes y El Soro –reciente aún su rabo en Salamanca a Guindito, un lisardo de Benjamín Vicente- y otra veces con Morenito de Maracay. O de Juan José, que tan buenas tardes dio en la feria, bien en San Mateo con las cornalonas corridas de Guardiola o El Conde la Corte, o esas otras ferias que, junto al Niño de la Capea y Julio Robles, compuso un bonito cartel charro ¡Qué recuerdos!

La actual nada tiene que ver con aquel pasado y escribo con la tinta de la nostalgia. Sin darnos cuenta al mirar atrás resulta que se suma la friolera de treinta y ocho años escribiendo de toros. Y parece que fue ayer aquella feria de 1987 cuando escribí por primera vez en las páginas de El Adelanto sobre el ciclo septembrino –antes había sido corresponsal para La Gaceta Regional en mi pueblo-. Desde entonces ya ha llovido y han transcurrido tantas cosas que nada de lo actual tiene que ver con la realidad, porque ese ciclo charro de entonces era un lujo gracias a un ambientazo taurino que se extendía desde la mañana hasta la madrugada por toda la ciudad.

De aquella a la actual cualquier coincidencia es mera casualidad. La de hogaño ha perdido encanto, atractivos, número de festejos, miles de espectadores y el incomparable ambiente social-taurino que se respiraba en Salamanca. En esa época, el Gran Hotel marcaba el pulso taurino con sus salones abarrotados con gente de solera, desde viejos toreros como los Marcial, Domingo Ortega, Bienvenida, Parrita, Manolo Escudero, Julio Aparicio,  Amadeo dos Anjos…, ganaderos foráneos de nombradía como Manuel Martín Peñato, los Miura, algunos Domecq… departiendo con amigos y conocidos. Era frecuente la figura de reconocidos aficionados que venían de diferentes puntos de España, el sur de Francia y la vecina Portugal para disfrutar del ciclo gracias al prestigio tan grande que gozaba y, más allá del Gran Hotel, el excelente ambiente se entendía en las barras de La Calleja, el Plus Ultra, Mi Vaca y Yo… o los cercanos Florida y D’Angelo de la plaza de La Libertad, sin olvidar tantos y buenos restaurantes con sabor taurino, el Valencia, el Río de la Plata, El Mesón o La Riojana (hoy Casa Paca) donde había que reservar con antelación una mesa. Al igual que en otros más económicos y que era un placer disfrutar de su exquisiteces, entre ellos los desaparecidos El Dorado, el Roque o El Gorro Blanco.

En esos tiempos uno se comía el mundo y era un lujo leer todas las crónicas. Desde las nacionales con las pluma del maestro Barquerito, de José Antonio del Moral, de Suárez Guanes, de Mariví Romero, de Carabias… a las locales con Perelétegui –en El Adelanto-  o de Don Lance, Montoliu y Juan Carlos Martín Aparicio–en La Gaceta Regional-, medios existentes entonces –años después llegaría Tribuna y su lujosa sección taurina que se convertiría en una referencia-. Alfonso Navalón no asomaba por la Salamanca y prefería Albacete para luego irse al calor amigo de Logroño y aquella ejemplar feria de San Mateo se convertía en un puerto de primera a finales de septiembre para llegar entrenado a la dura meta del Pilar. Tiempo más tarde, la familia Núñez Alegría contrató a Navalón para escribir en la feria septiembre pagándole la fabulosa cantidad de 500.000 pesetas.

La capital provinciana bañada por el Tormes vivía aún en el esplendor ganadero con los grandes señores que convirtieron en leyenda nuestro Campo Charro. Marcaban personalidad Juan Marí Pérez-Tabernero y su hermano Antonio Pérez; sus primos los Alipios, con Javier, Alipio, Fernando, Ignacio…; Atanasio Fernández; los Galache, con los hermanos Paco, Salustiano y Eusebia; los Cobaleda; los Sánchez Rico -Carlines y José María- que vivían sin vivir en ellos la ocasión que toreaba alguno de los hermanos Esplá en La Glorieta; los Muriel, los Dionisios, entonces de moda sus toros y que llegaban cada tarde desde Villavieja de Yeltes; José Matías El Raboso, listo como el hambre con su aspecto rústico y siempre acompañado de su hijo Domingo; don Luis Sánchez-Urbina, ganadero del Sierro y gran señor del Campo Charro; los Fraile, que aún hermanados -salvo Juan Luis- ya disfrutan del éxito con el hierro del Puerto de San Lorenzo. Y alguno más que se olvida de manera involuntaria en esa Salamanca ganadera de postín.

Los ochenta, taurinamente, en Salamanca fueron un lujo y los más afamados reventas llegaban una semana antes de comenzar el ciclo sabedores de inmenso negocio que hacían en esta feria, donde en ocasiones se vendían las entradas hasta varias veces sobre el precio de su valor real, junto a ellos llegaba otra tropa de trileros y carteristas que andaban cada tarde al acecho de despistados bajo al amparo de la una feria inolvidable. Una feria que traía los más populares nombres de la prensa nacional y, uno de esas mañanas, Atanasio Fernández los invitaba a comer a Campo Cerrado, su finca y en la misma que se instalaba Paquirri cuando toreaba en La Glorieta, lo mismo que hicieron antes muchos toreros. También era tradicional la comida ofrecida a la prensa por Alipio y María Lourdes, matrimonio tan querido por los taurinos y que tanto bien hicieron a quien llamó a sus puertas.

Escribo este artículo con la tinta de la nostalgia cuando ya se peinan canas y pareciendo tan milagroso como casi imposible que haya transcurrido tanto tiempo por muy joven que uno empezara este oficio. También lo escribo desde la tristeza de ver cómo esta Fiesta se pierde  y, sin remedio, sigue su particular cuesta abajo abrazada a un triunfalismo que es otro de sus graves males, sin respeto al toro -lo del actual afeitado y la indultitius es gravísimo-, ni tampoco al público que se ve obligado a pagar precios insultantes por las entradas. Y lo peor es que dentro de otros treinta años y ocho no seguiremos contándolo, porque ni la Fiesta seguirá -si esto siga así-, ni tampoco  estará servidor -que ya andará criando malvas-.