En los años finales del franquismo y desde sus alturas, se lanzó el que se convertiría en popular eslogan: “un libro ayuda a triunfar”. Este enfático impulso a la lectura acompañaba otras memorables iniciativas, caso de los libros RTVE de la colección Salvat, a 25 pesetas la unidad, apenas quince céntimos de euro actuales. Llenaron los hogares españoles con su austero diseño y una letra apretada y menuda que tanto hicieron por crear lectores eternos como bibliófobos perpetuos.

Quienes amamos los libros, buscamos en ellos una afinidad electiva de la que salir renovados. Un ejercicio que repetimos a voluntad durante toda la vida

La afición por la lectura y los libros, que son cosas distintas, aunque no incompatibles, se tiene o no se tiene. De mis numerosos amigos de la pandilla, no recuerdo a ninguno con un libro en la mano, a excepción de los obligados escolares. El paso del tiempo no cambiaría las cosas, si bien, quien no se hizo abogado competente, terminó la carrera de Medicina o de ingeniero industrial. Tal evidencia cuestionaría los poderes del libro hacia el triunfo máxime cuando, sin necesidad de remontarnos al bueno de Alonso Quijano, sobran los ejemplos de vidas desmoronadas en la estrecha convivencia libresca.

Quienes amamos los libros, buscamos en ellos una afinidad electiva de la que salir renovados. Un ejercicio que repetimos a voluntad durante toda la vida. Confiados en que hay, al menos, un libro para cada lector, sigo la idea de Baroja de que una biblioteca imprescindible podría formarse con dos decenas de títulos y una isla desierta o, en su defecto, una habitación tranquila donde disfrutarlos.

No soy de recomendar libros. La lectura y el gusto por las tramas novelescas, la poesía, el ensayo, la filosofía o la historia, son materias personalísimas y siguen bifurcaciones de caminos complicadas de explicar, incluso para uno mismo. El buen lector tiene sus autores escogidos, no demasiados, y de cada uno de ellos, una, dos o a lo máximo tres obras de referencia que se pueden releer, con nuevos hallazgos, varias veces a lo largo de la vida. Envidio a esos apasionados devoradores de Simenon o de los grandes novelistas franceses y rusos del XIX; soy apenas uno de esos lectores mediocres, con espíritu contable, que se sienten en la obligación de obtener réditos de lo que leen y, para ello, nos servimos de papel y lápiz en nuestras lentas y trabajosas lecturas.

En España se publican anualmente noventa mil títulos. Una montaña de papel que literalmente aplasta al reducido número de lectores. Un exceso de oferta que no nos molesta, bien al contrario. Sucumbo, como casi todos, al morbo de las redes, de los digitales, ante sus cebos infalibles, pero sigo pensando que pocos placeres igualan a la gozosa lectura de un libro inolvidable. En especial si relativiza el objetivo de triunfar.