Primero, el ruido de las hiladoras. El traqueteo incesante de las bobinas y el zumbido de los engranajes. Justo después, el olor. Grasa, algodón y humedad. «El olor de una fábrica textil es siempre muy parecido, se queda grabado en la memoria», asegura Rafael Tarradas Bultó (Barcelona, 1977), a quien la familiaridad de aquel olor y las conexiones genealógicas con la (entonces) boyante industria textil han llevado a desempolvar un legado de revoluciones y claroscuros. «Mi familia, tanto paterna como materna, son textiles, pero luego la familia de mi madre tuvo otra empresa que se comió todo el protagonismo. Siempre hablábamos de motos, que era más divertido que hablar de hilos», apunta el escritor, nieto del fundador de Bultaco y fenómeno de la novela histórica gracias a los más de 300.000 lectores que suma desde que debutó en 2020 con ‘El heredero’.
«Al final, la ficción histórica es un viaje en el tiempo y también en el espacio, porque el espacio ha cambiado», defiende Tarradas. Así que un rápido movimiento de carril, un nuevo brinco en el calendario, y las intrigas históricas de ‘El hijo del Reich’, con esos aristócratas británicos fascinados por en el nazismo y los espías campando a sus anchas por toda Europa, dan paso al bullicio de las colonias textiles de la Catalunya de finales del siglo XIX de ‘La protegida’ (Espasa). Venganza, sabotaje y luchas de poder en la colonia Bofarull, reflejo ficticio de una época en la que en los alrededores de la capital catalana se podían contar hasta 77 colonias textiles. «Barcelona se formó en gran parte gracias a la industria textil. El Llobregat era conocido como ‘el río más trabajador del mundo'», subraya. Un negocio próspero y boyante, escalera hacia el cielo de la burguesía catalana, que, tal como llegó, se esfumó. «En los años 60 trabajaban en la industria textil más de 300.000 personas, pero ahora apenas quedan 6.000», resume.
Modernismo y explosión de color
En ‘La protegida’, Tarradas retrocede hasta los días de gloria fabril de 1880 siguiendo los pasos de Sara, una joven con llega a la colonia de la familia Bofarull planeando vengar la muerte de su padre, un líder sindical asesinado durante una huelga, y acaba liderando el departamento de diseño de la fábrica. Su secreto, casi su superpoder, es el tetracromatismo, una mutación genética que permite percibir muchos más colores y tonalidades. «Es la época del modernismo, la explosión total del color», enfatiza el novelista.
Ese ojo prodigioso, con cuatro conos de color donde normalmente solo hay tres, permitirá a la protagonista colarse en el patio de recreo de la burguesía y trepar por sus rígidos escalafones mientras en la fábrica se suceden sabotajes y asesinatos. «Es un equilibrio muy difícil, porque tienes que intentar que el lector quiera a esta protagonista pero que en paralelo también entienda por qué se quiere vengar», apunta sobre su heroína.
Tarradas Bultó posa en la antigua escuela de una colonia textil de Cataluña / Hugo G. Pecellín
De fondo, hilando memoria y venganza, un escenario en el que la empresa es patria, padre y párroco. Un poderoso engranaje laboral que se ponía en marcha a las 5 de la mañana y se eternizaba en turnos de hasta 12 horas. A cambio, un sueldo semanal de 17 pesetas y una buena dosis de paternalismo industrial. La lucha de clases, perfectamente amurallada y perimetrada junto en un momento en que el éxodo del campo a las grandes ciudades agudizó las diferencias sociales. “El rico a lo mejor sabía que el pobre era así de pobre, pero el pobre no sabía que el rico era así de rico. De ahí también surge la idea de la colonia, porque lo que hace es sacar a todo el mundo de la ciudad y los lleva a un lugar donde los aísla”, explica Tarradas.
Como Apple pero con matices
La clave, añade el autor de ‘El valle de los arcángeles’, estaba en que el trabajador «sintiera que se lo debía todo al amo». «Él le daba casa, comida y trabajo. El amo le decía cuándo se tenía que ir a dormir, cuándo se tenía que levantar y cuándo tenía que celebrar», resume. Y sin embargo, defiende, trabajar en una colonia textil a finales del siglo XIX bien podría ser como trabajar en Apple a principios del XXI. Con matices, claro. «En el campo se exponían a todo tipo de enfermedades e inclemencias, y ahí tenían médico, supermercado, teatro, colegio gratuito, trabajo asegurado, una casa nueva, impecable, que ya nos gustaría tener a muchos… Con una semana de trabajo de un niño de la casa, el trabajador de una colonia textil pagaba todo el mes», detalla.
Los niños de más de diez años, por cierto, cobraban 12 pesetas a la semana. Las mujeres, 15. «La primera ley que regula el trabajo infantil es de 1873, y lo que dice es que los niños de menos de 10 años no pueden trabajar. Desde los 10 a los 13 podía trabajar 5 horas; los de 13, 15 y 15 años trabajaban 8 horas; y a partir de los 15 como los adultos, 12 horas», recuerda.
Apasionado de Ken Follett, de quien ha aprendido que comercial es sinónimo de «gustarle a mucha gente», Tarradas ya planea una nueva novela histórica ambientada en el mundo del arte de la que poco puede adelantar. «No vaya a ser que alguien me copie la idea», bromea. Quizá llegue antes, quién sabe, la adaptación audiovisual de alguna de esas tres novelas de las que ya le han comprado los derechos. «Se tienen que juntar muchos factores. Es fundamental sobre todo el económico, porque además mis personajes siempre viven en lugares fantásticos y hay muchas locaciones diferentes», relativiza.
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