Portada: Daniel San Juan Rodríguez.

Era medianoche y no podía dormir. ¿Cómo hacerlo, si sólo íbamos a estar dos días en Las Vegas? Eran tantas las ganas que tenía de llegar y recorrer esas calles que había imaginado al leer El Padrino, El último Don o cualquiera de las otras novelas de Mario Puzo —aderezadas con decenas de películas, entre las que destacan Casino y Leaving Las Vegas, o series como Los Soprano— que mi cuerpo me empujaba a salir en busca de aventuras. Ante una idea tan descabellada, temí que me hubiera ocurrido lo mismo que le sucedió a nuestro querido caballero andante, y que nos acaba pasando a todos: que, a fuerza de tanta lectura, se me hubiera secado el cerebro hasta perder el juicio. Porque, ¿qué pretendía? ¿Esperaba acaso que el gerente de algún casino me nombrase capo por un día y me ordenase deshacer entuertos mafiosos hasta que me dieran una paliza? Así que me di la vuelta e intenté dormir de nuevo.

Sin embargo, después de otra hora seguía sin conseguirlo. Harto de aquel insomnio, dejé de darle al coco, salté de la cama, me vestí y bajé al bar del Hard Rock Hotel & Casino Las Vegas, donde nos alojábamos. Con eso bastaría, me dije. No tengo por qué moverme de aquí. Tampoco tengo por qué interactuar con nada ni con nadie. Observaré a la gente entrar y salir, apostar y perder. Beber, charlar. Hacer negocios. Quizás hasta descubra la silueta de una pistola en la parte trasera de un traje negro, o llegue al casino una pareja clavada a Nicolas Cage y Elisabeth Shue y sea testigo de cómo él se queda sin blanca y vuelca una mesa, mientras ella pide gritando a los porteros que no lo golpeen más de la cuenta mientras lo arrastran hacia la salida. Como era de esperar, me tomé la cerveza y no ocurrió nada especial, pero dejar volar mi imaginación de aquella forma me gustó tanto que no pude resistirme a dar una vuelta por la ciudad. Y la madrugada que pasé la tengo grabada en la memoria, aunque no sé si seré capaz de plasmarla aquí como me gustaría.

«Mario Puzo conduce muy bien al lector hacia uno de los desafíos morales que definen al género: el de posicionarnos de un lado u otro ante los actos ilícitos»

Lo que sí puedo afirmar rotundamente es que aquel viaje no hubiese sido igual si a los trece o catorce años, en una de esas interminables y calurosas tardes de verano como la de estos días, no me hubiera dado por rebuscar entre los libros que había en casa hasta dar con la novela que supondría un punto de inflexión en mis futuras lecturas: El Padrino. Además, hace un par de semanas cayó en mis manos otra obra de Mario Puzo de la que no tenía noticia, y que ha sido un magnífico descubrimiento: El siciliano. Me ha parecido la más tierna de todas, a pesar de la terrible violencia que relata. Sigo impresionado de cómo el escritor, que reconoció abiertamente que no tuvo contacto con la mafia, pudo crear historias y personajes tan creíbles. Por lo visto, lo que sí tenía era mucha calle: hijo de italoamericanos, sus padres emigraron desde Nápoles a Estados Unidos a principios del siglo pasado, y Puzo nació y creció en la Nueva York de la década de los años veinte, en plena cocina del infierno; el famoso Hell’s Kitchen que tanto se ha recreado en cine y cómic. De ahí que Puzo plasmase el habla popular con tanto acierto, un pilar fundamental para el éxito de sus novelas. Su investigación periodística y callejera hicieron el resto. Puzo pedía a amigos o conocidos que habían tenido algún tipo de contacto con la mafia que le contasen los entresijos del mundillo, e imagino que, como todo buen escritor, siempre tenía los ojos abiertos para llenar su mochila vital con cuanto se cruzara en su camino. El resultado fue una escritura directa, clara y visual, con pinceladas descriptivas que adornaban la acción sin pasarse de rosca. Muy cinematográfica. El estilo de Puzo facilitó enormemente llevar El Padrino a la gran pantalla en una de las mejores adaptaciones que se han hecho (con el permiso reciente de El Señor de los Anillos).

Mario Puzo conduce muy bien al lector hacia uno de los desafíos morales que definen al género: el de posicionarnos de un lado u otro ante los actos ilícitos. Toda buena novela o película hace que te cuestiones si el fraude que mueve la trama está justificado, si la traición que se desvela al final puede sustentarse en algo válido, si el robo es legítimo y, en última instancia, si esa persona debía ser asesinada. La respuesta a esta pregunta final, que es la que realmente importa, solemos tenerla clara: sí que lo merecía, o por supuesto que no lo merecía, conclusión a la que llegamos entre dos rápidos puñados de palomitas, a pesar de que, como dijo Gandalf, ni los más sabios son capaces de discernir esos extremos; pero, después, también concluimos con aplastante seguridad que ese asesinato está mal, pues no podemos tomarnos la justicia por nuestra mano. Ahí nos hemos salido de la ficción y nos hemos imaginado que la gente empieza a actuar por su cuenta; que desaparece la protección que nos brinda el sistema. Y hemos mojado los pantalones.

«Las novelas de Mario Puzo también son un manual de comportamiento. De retórica. Dado el ambiente en el que se mueven, los encuentros entre sus personajes son peligrosos, de alta tensión»

La obra de Puzo es un tira y afloja, una invitación a que repasemos constantemente los límites de nuestra sociedad, pues no conviene que se difuminen en una época —y lugar o zona cultural como es Occidente, no nos olvidemos de eso— en la que creemos que siempre han estado ahí, y los damos por sentados, y nos convencemos de que son irrevocables. Ni siquiera les pasamos revista cuando toca. O tal vez sean los poderes políticos y económicos quienes nos disuaden de hacer cualquier tipo de balance, ya sea con mano dura o con infinitas distracciones (las dos distopías de George Orwell). Ahora que lo pienso, puede que la obra del escritor italoamericano fuese una reproducción a pequeña escala de las altas esferas. Una miniatura de cómo se mueve el mundo. Quizás estuviese diciéndonos que eso es justamente lo que representa la mafia; o al menos la mafia que él pintó.

Además, las novelas de Mario Puzo también son un manual de comportamiento. De retórica. Dado el ambiente en el que se mueven, los encuentros entre sus personajes son peligrosos, de alta tensión. Y no hay nada mejor que esas situaciones para aprender a interactuar con las personas. Si patinas, te metes en un buen lío. O la palmas. No hay sarcasmos ni bromas que valgan, ni medias verdades, ni palabras fuera de tono. Estoy convencido de que forjarse en escenarios extremos, aunque sean dentro del marco literario, otorga muchas tablas en la vida real. Qué necesarias son las novelas como las de Puzo, que te muestran con maestría cuándo hablar y cuándo callar, cuándo pensar mejor lo que vas a decir, cuándo escuchar sin interrumpir, cuándo detener tu verborrea e interesarte por el otro, cuándo una sola palabra dice más que una larga frase o monólogo, cuándo cortar una charla o, mejor todavía, cuándo no iniciarla; cómo leer las caras y los gestos, que te chivan si estás agradando, aburriendo o incomodando; cómo rectificar si has errado, y los pocos segundos de los que dispones para hacerlo y que surta efecto; o cuán inútil es cualquier tipo de presunción y lo ridículo que se ve desde fuera, especialmente cuando se hace delante de un grupo. En definitiva, qué importantes son las novelas que trabajan con sumo cuidado el respeto, la cortesía, la consideración, el tacto, la diplomacia. Los modales y el saber estar. La necesidad de poseer esas virtudes es algo obvio e incluso parecen fáciles de aplicar, aunque todos sabemos que no es así. No hacemos más que tropezar con ellas. Pero hay que estar pendiente de los fallos e ir con más tiento la próxima vez. No hay excusa, diablos —sí, que se note que estoy con Alatriste. Cuando se publique este artículo ya habré releído El puente de los Asesinos y hasta terminado el nuevo, Misión en París—. Pues eso, que nos tenemos que esforzar por mejorar, porque las conversaciones son de lo más importante que hacemos en la vida. Y como las que mantenemos en nuestro día a día no son suficiente, leer es un atajo que acelera enormemente el proceso. Train hard, play easy, que dicen los ingleses. Entrena duro, compite fácil. O algo así.

«Al cabo de un rato me terminé la última cerveza, me levanté de la terraza y volví al hotel. Estaba amaneciendo. Todavía me pregunto si hubiera sido capaz de llevar a cabo el encargo»

Espero que ahora se comprenda mejor con qué mirada llegué al Strip, a la avenida principal de Las Vegas. La ciudad que existía en mi mente cohabitaba con la que veían mis ojos mientras entraba a los casinos más famosos y paseaba entre las mesas de juego, echaba miradas furtivas a restaurantes luminosos y antros oscuros, cruzaba con calma los pasos de cebra o me sentaba en las terrazas a mirar a los transeúntes. Y entre caminata y descanso, hice tratos con capos de la mafia, cerré negocios millonarios con peces gordos, participé en timbas ilegales de póker, rondé con horror los stripteases donde jóvenes estudiantes todavía se prostituían para pagarse la carrera, ayudé a diseñar una sala de apuestas para que los jugadores tuvieran todo a mano y no abandonasen nunca las mesas o máquinas y, al final, como siempre ocurre en estos lares, erré y me llevaron ante el jefe de la familia.

—No has cumplido con el trato —me dijo, serio—. Financié tu casino y te exigí un porcentaje. Accediste, pero no pagas a tiempo. Llevas un retraso de tres meses —se levantó y sacó una pistola de uno de los cajones. Yo retrocedí dos pasos. Entonces, para mi sorpresa, apuntó con el arma hacia un sobre que había en la mesa—. Ahí tienes una dirección, un nombre y una foto. No tengo por qué darte explicaciones, pero es un capitán que se ha excedido. Ha acabado con la vida de una mujer con la que se veía a espaldas de su mujer. Quiero que sea rápido —en aquel punto me vería dudar, porque me apuntó al pecho con la pistola—. Elige: o él, o tú. Tienes dos días.

Al cabo de un rato me terminé la última cerveza, me levanté de la terraza y volví al hotel. Estaba amaneciendo. Todavía me pregunto si hubiera sido capaz de llevar a cabo el encargo.

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