Reportaje originalmente publicado en abril de 2006 / Texto: Enric Pastor
Madrid, Plaza Mayor. En uno de los edificios que se elevan por encima de los soportales del siglo XVI, Carolina Herrera nos recibe con una sonrisa en la puerta de su apartamento. Son las diez de la mañana y está trabajando en la cocina, preparando el desayuno (frambuesas y arándanos, croissants, un bizcocho casero) para sus invitados. Con camiseta, vaqueros y un par de bailarinas, la elegancia de Carolina se descubre de manera simple, informal, tranquila. Ha heredado el nombre y el buen gusto de su madre, la gran diseñadora de moda venezolana, a la que asesora en la creación y lanzamiento de fragancias como 212, Chic o la reciente Carolina, así como en la línea de ropa CH.
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Nació hace 36 años, y tras pasar su infancia en una antigua hacienda en Caracas y su adolescencia entre Manhattan y Los Ángeles, decidió instalarse en Madrid hace varios años. “Vine para rodar Maletilla, un documental del que soy productora sobre cómo se hace un torero –explica Carolina–. Recorrí carreteras y pueblos junto a la directora, Victoria Cley, siguiendo a los alumnos de la Escuela de Tauromaquia de Madrid en busca de su sueño de gloria. Quedé tan fascinada que decidí quedarme”.
Entonces vivía subida a aviones entre Los Ángeles, Sevilla y Madrid, pero sintió que era el momento de instalarse en su casa. Enamorada del viejo Madrid, del bullicio y la actividad del centro, no fue difícil encontrar un apartamento antiguo, muy luminoso y de techos altos, con vistas a una plaza que impresiona por su historia. La casa de Carolina Herrera es una de esas viviendas que sorprenden a medida que se descubren sus rincones. Desde la entrada, una pequeña mesa de mármol anticipa su arte para disponer objetos de manera casual: flores, platos o boles con pulseras y objetos personales, libros y dibujos hechos por amigos.