¿Qué lector no ha sentido cierta impotencia ante la vastedad de una biblioteca? Nuestro tiempo es limitado y el arte —como decía Antonio Machado— largo, demasiado largo para el efímero paso de nuestra humana sombra.
Quizá la solución más efectiva para atenuar esta impotencia y este vértigo —Quintiliano mediante— sea la utilización instrumental del canon —o de los cánones— literario. El canon, todo canon literario, parte de una visión idealista de la literatura, al considerar que ciertos libros contienen los valores morales y las cualidades estéticas de los libros escritos en su época; así, de este modo, y a través de unos contados libros, se puede recorrer, sin demasiadas dificultades, un siglo, cuando no toda una literatura. Es decir, que, si leemos a Alas “Clarín”, a Pardo Bazán y a Galdós, tenemos una idea más o menos cabal del realismo finisecular español. Y así con los autores canónicos de nuestro Barroco o con cualquier otra tradición literaria. El canon no solo reduce las bibliografías, sino que nos hace accesible, y hasta comprensible, el relato de nuestra historiografía.
«El canon literario, una vez cristalizado, resulta muy difícil de modificar»
El canon tiene otro aspecto más discutible y menos idealista, y es su carácter normativo, utilizado por los poderes dominantes —políticos, religiosos, culturales— para implantar su ortodoxia, como tristemente puede comprobarse a lo largo de la historia. El canon literario no solo refleja los valores morales y estéticos de una serie de obras literarias selectas, sino toda una visión del mundo y una proyección ideológica sobre el sistema de vigencias de cada época; por eso resultan tan discutibles y controvertidas sus últimas incorporaciones.
El canon literario, una vez cristalizado, resulta muy difícil de modificar. ¿Quién puede plantear otra configuración de la literatura de nuestro Siglo de Oro, por poner un socorrido ejemplo? En cambio, el canon —en este caso los cánones de este y del pasado siglo— todavía está sujeto a profundas variaciones; por eso mucho de ellos no dejan de ser cánones efímeros o de circunstancia, como pueden ser los propuestos por alguna revista literaria o editorial que se encarga de seleccionar el buen gusto de sus indefensos —ante la catarata de nuevos títulos— lectores.
Es por ello, por la imposibilidad de establecer un canon occidental —como perfectamente entrevió Harold Bloom—, debido a los intereses ideológicos y de todo tipo que impiden formular un canon bajo los rectos requerimientos de Quintiliano, que proliferan los cánones particulares, del homo aestheticus, que tratan de trasladar sus elecciones y su experiencia lectora a los demás.
«El título, Un libro para cada año de tu vida, ya estructura y explica por sí mismo las intenciones implícitas que mueven a su autor»
El libro de Fernando Bonete Un libro para cada año de tu vida, publicado recientemente en la colección «Temas de Hoy» de la editorial Planeta, responde a este concepto de trasladar al lector una serie de lecturas que el compendiador considera fundamentales para transitar por estos tiempos —líquidos, en palabras de Bauman—; es decir, para comprender las mutables claves que nos acucian y desuelan, y que ponen en riesgo nuestra humanidad.
El título, Un libro para cada año de tu vida, ya estructura y explica por sí mismo las intenciones implícitas que mueven a su autor, y cuya hipótesis de trabajo me ha recordado lo que decía Unamuno, respecto a esas edades de la vida en las que la poesía —léase cualquier tipo de género literario— se convierte en carne y memoria. Jaime Gil de Biedma opinaba igualmente que había ciertas edades de la vida más propicias que otras para la creación poética —en su caso, las situaba en la juventud y la senectud—, por lo que imagino que en ellas englobaba también el impacto que, en esas edades, ocasiona la lectura de determinados libros; de hecho, Jaime Gil de Biedma señalaba lúcidamente, fundamentándose en su experiencia, que determinados libros, si no se leen a determinadas edades ya no se pueden leer nunca, o al menos de la misma manera, con las mismas transferencias. Gil de Biedma se refería, en concreto, a los libros de la infancia y de la juventud, ya que no es lo mismo leer Los tigres de Mompracem, de Emilio Salgari, a los catorce años que a los sesenta.
«La literatura, como subyace en el título de este libro, tiene sus utilidades; una de ellas, quizá la más sustantiva, es la de ayudarnos a poner en orden los propios significados de nuestra vida»
La literatura, como subyace en el título de este libro, tiene sus utilidades; una de ellas, quizá la más sustantiva, es la de ayudarnos a poner en orden los propios significados de nuestra vida. Ciertos libros no son solo un manual de instrucciones para organizar las acciones proyectadas por los resortes —la mayoría de las veces ocultos— de nuestro pasado, sino que actúan como espejos develadores —nos guste o no— de nuestro argumento vital. Por eso determinadas lecturas resultan tan transformadoras.
Fernando Bonete realiza una arriesgada propuesta, dada su edad —todavía en la treintena—, para abarcar la vida de un lector hasta los setenta años, por lo que esta propuesta hay que tomarla como un juego literario, ya que, como el propio compendiador señala preventivamente: «Unas pocas veces en la vida, el libro que tienes en tus manos conecta con el momento vital en que te encuentras» (149). Un juego en el que cada lector baraja sus propias propuestas lectoras, o echa en falta, en la exhaustiva relación, algunos títulos que considera esenciales. Y es que todos los lectores tenemos algo del Virgilio de Dante, por lo que siempre estamos dispuestos a ofrecernos como guía a cualquier neófito, así como a brindarle el mapa —lleno de escabrosas dificultades— de las islas donde se ocultan nuestros tesoros.
«Fernando Bonete te da sesenta y cuatro oportunidades para que lo sientas como un viejo amigo»
Pero lo más sorprendente de estas recensiones literarias es el diálogo que se establece entre los propios libros, desde distintas épocas y periodos, como el que se produce —por no citar otros ejemplos— entre El desierto de los tártaros (1940), de Dino Buzzati, y Esperando a los bárbaros (1980), de J. M. Coetzee, con los que puede establecerse una continuidad creativa desde el memorable poema «Esperando a los bárbaros» de Konstantínos Kaváfis. Un dialogo que se establece entre los libros y la mano que los unifica, pero en el que también interviene activamente el lector. En este dialogo que atraviesa el espacio y el tiempo se echa de menos la huella biográfica del propio compilador, convertido en un pudoroso crítico literario que, si bien aborda algunos temas esenciales a través de las lecturas de los libros propuestos, no cesa de ocultarse tras el tono medio de su contenida escritura.
Las personas con inclinaciones literarias suelen mostrar sus afinidades a través de los libros dilectos, algo así como hacen los forofos del fútbol con los equipos de sus sueños. Esa es la causa de que, cuando le preguntas a un desconocido si ha leído París era una fiesta, de Ernest Hemingway, y responde que sí con cierto entusiasmo, le empieces a tratar no ya como a un extraño, sino como a un viejo amigo. Fernando Bonete te da sesenta y cuatro oportunidades para que lo sientas como un viejo amigo.
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Autor: Fernando Bonete. Título: Un libro para cada año de tu vida. Editorial: Temas de Hoy. Venta: Todostuslibros.
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