Exposiciones
Por Sol G. Moreno
Mientras él pintaba escenas galantes hasta bien entrado el siglo XX, los impresionistas ya habían sacado el caballete a la calle, por eso su arte quedó sepultado. Ahora, la Fundación MAPFRE recupera su figura con una retrospectiva de casi 100 obras
Estaba destinado a ser artista, no tuvo otra opción. No en vano, Raimundo de Madrazo y Garreta (1841-1920) pertenecía a una saga de pintores que lideró la Academia española durante casi cien años. Para empezar, fue hijo de Federico y nieto de José, ambos destacados autores de la corte española del siglo XIX. Además, su tío, su hermano y su hijo también fueron pintores. ¡Incluso su cuñado, Mariano Fortuny! En fin, que la vida le dirigió siempre en la misma dirección. Y él no defraudó.
Con estas credenciales, no es difícil imaginar a un joven Raimundo iniciándose en la pintura clásica más pura al lado de los mejores: su padre y su abuelo, por no hablar de maestros como Velázquez, Goya o Murillo presentes en el Prado, museo del que tanto Federico como José fueron directores. Desde luego, estaba llamado a perpetuar la saga y seguir escribiendo el apellido Madrazo con letras de oro en la Historia del Arte. Así, retrató a los personajes más influyentes de mediados del siglo XIX y principios del XX, participó en varias exposiciones universales y recibió el reconocimiento en vida que ya hubiesen querido para sí otros artistas de su generación como Salvador Mayol o María Blanchard.
Sin embargo, su estilo exquisito y refinado terminó siendo el último canto del cisne de la pintura académica. Mientras él pintaba escenas galantes hasta bien entrado el siglo XX, los impresionistas ya habían sacado el caballete a la calle y los fauvistas exploraban las posibilidades del color. Así que su arte terminó relegado a un segundo plano porque resultaba demasiado frívolo y superficial a ojos de una generación de creadores y críticos ansiosos de modernidad.
Ahora Fundación MAPFRE, en colaboración con el Meadows Museum de Dallas, se ha propuesto recuperar su figura para mostrarla primero como un artista individual más allá de la saga familiar y, segundo, como un creador con una ambición claramente mercantil. De modo que la retrospectiva que hasta el 18 de enero del año próximo presenta la Sala Recoletos de Madrid ilustra la trayectoria del pintor español en solitario, salvo alguna excepción como los retratos que le hicieron su padre Federico o su hermano Ricardo, una pintura de Fortuny venida desde la Hispanic Society y otro óleo de Giovanni Boldini. El resto de piezas componen un recorrido cronológico integrado por casi un centenar de pinturas procedentes tanto de museos nacionales y extranjeros como de colecciones privadas, que abarcan desde 1859 hasta prácticamente su muerte (1920).
De esta forma, se han reunido algunos de las mejores obras del artista prestadas por instituciones americanas, como Baile de disfraces en el Hotel Ritz de París del Metropolitan o su Autorretrato del Meadows; junto a otras escenas menos conocidas como La novia o Aline Masson leyendo, ambas en manos particulares. No faltan tampoco sus primeras pinturas de historia –por ejemplo, La muerte de don Lope de Haro en las Cortes de Alfaro–, esas con las que su padre pensó que se consagraría en la corte, aunque luego abandonase el género; ni la copia que hizo de la Sagrada Familia de El Greco. Aunque el mayor reclamo son los rostros de marquesas, duqueses, actrices, reinas, embajadores y toda clase de personajes influyentes que inmortalizó con sus pinceles. Todo para redescubrirnos a un artista tachado a menudo de académico, elegante y excesivamente refinado, pero que sin embargo entendió como nadie las necesidades de su clientela.
Raimundo de Madrazo nació en Roma y vivió rodeado de todo tipo de comodidades. No le faltó nunca nada. A los 20 años se fue a París y se estableció allí, alejado del foco de su padre, que nunca paró de enviarle cartas y aconsejarle sobre los pasos que debía dar para triunfar en el sector (también le abrió muchas puertas y le presentó a clientes). Mientras otros pintores iban a la Ciudad de Luz pensionados por la Academia, Raimundo fue con propia beca sufragada por su padre, porque no quería que las malas lenguas le acusasen de enchufismo. El caso es que el joven pintor llegó a la capital francesa en 1862, aún no habían llegado los impresionistas a reinventar el arte, ni Courbet a mostrar su indecoroso desnudo, y París se antojaba como la mejor ciudad donde practicar el retrato elegante del Segundo Imperio. No era la primera vez que iba a la capital gala, pues ya había ido con la familia en dos ocasiones; pero sí que se estrenaba como pintor en solitario con ganas de comerse el mundo.
Allí conoció a Ingres, en cuyo estudio tuvo el privilegio de aprender dibujo. Y si en el Prado se había ejercitado junto a Velázquez, Murillo o Goya, en el Louvre aprendió de Veronés y los maestros franceses. Por aquel entonces, su padre le instaba a seguir adelante con la pintura y relacionarse con gente de interés, desde críticos y personalidades del mundo de la prensa hasta artistas y aristócratas. “Trabajar mucho y con método”, le insistía. Y eso es lo que hizo el hijo. Se movió por los mejores círculos, conoció a la creme de la creme de la sociedad de la segunda mitad del siglo XIX y se adaptó a todos ellos para conseguir una buena clientela, viniese de España, Francia, Inglaterra o el otro lado del Atlántico. Porque ya desde los 26 años, Raimundo comprendió que mejor que exponer o ganar reconocimiento, era vender sus cuadros (en Europa o en el extranjero) Embajador de la elegancia parisina, inmortalizó como nadie a damas de la alta aristocracia y caballeros reputados, como la marquesa d’Hervey Saint-Denys, la XVI duquesa de Alba o Aline Masson leyendo (su musa, su cómplice y su amiga) que se pueden ver en la exposición.
Aline Masson, Raimundo de Madrazo y Garreta, 1870 Colección particular. Fotografía: Pablo Linés
Dama con loro, Raimundo de Madrazo y Garreta, 1872 Clark Art Institute, Williamstown, Massachusetts. Fotografía: Michael Agee
Salida del baile de máscaras, Raimundo de Madrazo y Garreta, 1878 Colección particular
La bella florista, Raimundo de Madrazo y Garreta, 1900-1910 Colección Rebosa Domínguez, Coria, Cáceres. Fotografía: Jorge Armestar
Las hijas del Cid, Raimundo de Madrazo y Garreta, 1865 Colección Roca, Sabadell. Imagen cortesía de Artur Ramón. Fotografía: Foto Gasull
Constant Coquelin, Raimundo de Madrazo y Garreta, 1875-1878 Colección particular, París. Fotografía: Mathieu Lombard
Creó escenas llenas de vanidad, fiestas carnavalescas donde los artistas se disfrazaban, tertulias literarias… Un ambiente que se esfumó de un plumazo con la guerra franco-prusiana y la consecuente caída de Napoleón III. Muchos artistas huyeron, pero Raimundo se quedó para trabajar en el servicio de ambulancias de la Cruz Roja y seguir retratando esa época de lujo y fiesta que pronto llegaría a su fin, tras la proclamación de la Tercera República. Tal vez por eso, pasada la contienda no todos estaban dispuestos a admirar su arte preciosista ni sus modos exquisitamente virtuosos. “No hay nada más perdidamente vulgar que su Salida del baile”, dijo el crítico David Hannay en 1884. Un año antes otro crítico anónimo ya se había despachado a gusto con el pintor y su familia: “Desde hace tiempo los Madrazo han sido pintores españoles representativos. Dibujantes diestros, hábiles y vistosos coloristas, con una invención agradable y más bien trivial (…) El mundo que pintan es un mundo de carnaval y ópera”.
Pero la rueda siguió girando y las óperas dejaron los cabarets, a medida que ganaba peso la burguesía. Soplaban vientos de cambio, aunque Raimundo se resistía a modificar su estilo. Basta un ejemplo para situar ese aparente anacronismo de su obra con respecto a sus últimos años de vida. Baile de disfraces en el Hotel Ritz de París pintado en 1909, es una escena llena de complejidad y de detalles preciosistas donde perderse. Parece increíble que se pintase dos años después de Las señoritas de Avignon de Picasso, que nada tiene que ver.
Justo a finales del milenio, en 1897, viajó por primera vez a EEUU, mantuvo esos viajes desde París hasta Nueva York de forma continuada durante las dos décadas siguientes. Para mantener ese estatus de artista refinado que iba del gran monde parisino a la high society americana y representar a la beautiful people, que todavía miraba al Viejo Continente para imitar sus gustos. Raimundo murió a los 79 años como quería, rodeado del aura del pasado, en un lujoso palacete de Versalles, tras una vida de viajes, fiestas y privilegios.