Ásperas, o que pinchan, así son algunas de las protagonistas de las novelas de Aki Shimazaki, que hoy transitan con elegancia japonesa en una pentalogía que es una delicia, ‘La sombra del cardo’. Un libro lleno de emociones que nos involucran, pero también nos vuelven seres contemplativos de ese universo de emociones orgánicas, casi vegetales.
“La felicidad de las mujeres reside en el matrimonio”, le hace decir la escritora Aki Shimazaki a Gorô, uno de los personajes masculinos más odioso de su pentalogía La sombra del cardo, recientemente aparecida, en castellano y en catalán, gracias al cuidado editorial de Nórdica Libros.
“En la recepción besaste la mano a una chica (…) Es un gesto de aristócrata europeo; podrían considerarte un playboy. Tal vez eso cuadre con una chica de alterne (…) Me dio vergüenza”, le espeta su hija, Yôko, a Gorô, el empresario que no puede dejar de intentar llevarse a la cama a cuanta modelo y persona de la farándula se cruce en su camino.
Todo está dicho con esta elocuencia oriental en Suisen, el gato de Gorô, la tercera de las novelas de la pentalogía, que conforman, además, Azami. El club de Mitsuko, Hôzuki. La librería de Mitsuko, Fuki-no-tô. La granja de Atsuko y Maimai. El caracol de Tarô, con traducción de Íñigo Jáuregui.
En este libro, los personajes dejan las cosas claras, las transparentan en nimios gestos y diálogos al paso en cualquier situación cotidiana, en reflexiones que seguramente hemos tenido alguna vez, pero que no sabríamos mencionar con la belleza ni las espinas de un cardo, y menos con la elegancia negra y fucsia del que ilustra la portada.
Las descripciones de ambiente difícilmente contengan banalidades. Aquí solo hay médula y signo: “Anochece. Mi hijo duerme. En la cocina, mi madre ve la televisión mientras confecciona un estuche de lápices con un bonito tejido. Sócrates, nuestro viejo gato, está tumbado junto al acuario, en el que nadan peces tropicales. Bosteza. Yo acabo de ducharme y tengo ganas de fumar. Cuando abro la puerta del balcón que da al patio trasero, Sócrates se dirige lentamente hacia ella. Mantengo la puerta abierta para que salga él también (…) Sócrates vuelve a bostezar. Tiene ya quince años. Me viene a la mente el rostro de Shôji, mi antiguo amante. Fue él quien le puso el nombre de Sócrates al gatito que encontré a la orilla del río (…) Una pequeña columna de ceniza cae de mi cigarrillo. Cuento mentalmente el número de hombres con los que he salido e intento recordar el rostro de cada uno (…) Y al cabo de un momento, murmuro: ‘Da igual’. Cada vez que echo la vista atrás, me doy cuenta de que Shôji sigue ocupando el puesto más importante”, leemos en la segunda novela. Precisamente, en Hôzuki, la voz del narrador en primera persona la lleva Mitsuko, quien en la primera novela es una protagonista, pero contada en tercera persona.
Este es el perfecto juego de Shimazaki, que nos seduce en cada línea, trenzando biografías y demostrándonos cuán relativos son los puntos de vista. Si en la primera novela la historia de amor parece hablar de un furibundo romance hecho de sentimientos correspondidos, la segunda da a entender que nunca las intensidades del amor son equitativas, ni las visiones del lugar que ocupa el otro/la otra, compartidas. Así, la ficción contiene la verdad de los encuentros entre seres humanos.
Comprender la complejidad del cardo (azami, en japonés), la altura que alcanza cuando nos tapa, tras una buena temporada de lluvias, y la fragilidad que adquiere cuando cruje, en verano, seco y a punto de desvencijarse y rasparnos los pies… Esta es la sensibilidad que alcanza la narradora con una prosa totalmente accesible, que se bebe como agua limpísima, que es concisa, poco adjetivada, vegetal casi. La polisemia de las palabras japonesas le pone poesía a su prosa: por ejemplo, kitô significa oración y, también, Physalis. A la madre de la librera le gusta porque es cristiana; la librera ha bautizado así su tienda, porque el término designa un fruto protegido por pétalos, que le recuerda a un ser muy querido.
Por lo demás, el límite de páginas de cada novela se parece a los de las estaciones del año. Sabemos que se aproximan los finales, porque ninguno dura más de cien (días o páginas). Pero todo continúa, al fin y al cabo, transformado, desde otra perspectiva.
Shimazaki nació en Gifu, Japón, en 1954, y vive en Montreal, Canadá, desde 1981; de ahí que escriba en francés desde la década de los 90. De ahí que la contundente Agota Kristof –una autora que tampoco escribe en su lengua materna– sea una de sus escritoras de referencia. En su país de acogida, Canadá, ha recibido numerosos premios y es reconocida en el ámbito francófono; sin embargo, su escritura suena profundamente enraizada en los paisajes sociales y naturales de su lugar de nacimiento. Shimazaki se nos aparece como un alma profundamente japonesa en el uso de las metáforas, en la sutil sencillez con que describe las relaciones y los caracteres humanos, en las alegorías y las figuras con que hace jugar orgánicamente los vínculos y las personas con las flores, sus tallos, su sombra, sus especificidades biológicas y los misterios a los que pueden abrirle paso al lector.
Relacionado
Analía Iglesias es escritora y periodista en temas de género, derechos humanos, ciencia, medio ambiente y cultura. Coordinó durante cinco años el blog Eros de El País y es coautora de los libros ‘Lo que esconde el agujero: el porno en tiempos obscenos’ y ‘Te puedo: la fantasía del poder en la cama’, ambos publicados por Editorial Catarata. Escribe biografías sobre mujeres en la Historia y difunde la obra documental de realizadoras africanas. Como ensayista, se acerca a la afectividad de la época con la necesidad de indagar en las pulsiones sexuales y en la función que cumplen en la actual sociedad de consumo. En Twitter ‘@analiaigles’
¿Quieres leer más artículos de este autor?