Las autoridades de Ucrania han difundido esta semana la foto de la detención el 3 de septiembre de Artur Rudko, un conocido deportista exguardameta de los dos principales equipos de fútbol del país, el Dínamo de Kiev y el Shakhtar Donetsk. En la imagen aparece junto a otros tres hombres en el momento de ser interceptado por agentes fronterizos que impidieron que huyera del país para no servir en el ejército. Pese a la imperiosa necesidad de efectivos, las autoridades alertan de que hay en torno a 1,5 millones de hombres en edad de ser reclutados —de 25 a 60 años, sin eximentes de salud, profesionales o familiares— que siguen escabulléndose. Ucrania necesita unos 300.000 soldados para reponer unas brigadas que combaten a medio gas y exhaustas, que en algunos casos disponen solo del 30% de los recursos humanos necesarios, según un informe del centro de análisis OSW de Polonia.

EL PAÍS ha entrevistado a tres de los que se niegan a servir en el ejército, cuyos motivos y testimonios aparecen en este reportaje sin su nombre real ni ningún dato que pueda identificarles, por motivos de seguridad. Con cierto cargo de conciencia, comprenden que los que combaten en las trincheras les acusen de falta de patriotismo o de ser responsables de que no se pueda poner fin a la invasión rusa, pero, a la vez, desde esa misma línea del frente les llegan historias horribles y recomendaciones para que hagan todo lo posible por evitar el alistamiento. Ni el Gobierno ni el ejército informan del número oficial de víctimas, muertos o heridos, pero los entrevistados, en contacto con la realidad, esgrimen sin dudar un primer argumento para justificar su vida al margen de la ley: “Miedo a morir”.

Muy pocos pronosticaban que la gran invasión rusa desatada en febrero de 2022 iba a derivar en un conflicto armado que, 43 meses después —más de tres años y medio— iba a estar empantanado en medio de una sangría cotidiana de cientos de miles de muertos. Aquel ardor guerrero que llevó a los ucranios a ponerse a la cola para recibir un fusil, para ser adiestrado, para vestir el uniforme y plantarse raudo en el frente, se ha ido desinflando en este tiempo. Así se desprende de las respuestas de los entrevistados. Algunos a punto estuvieron de dar el paso.

Taras, de 30 años, rememora una adolescencia en medio de películas bélicas rusas e imágenes de televisión que le inocularon cierto fervor militar. “Molaba ser soldado”, ese “chute de masculinidad”, explica mirando hacia atrás en el tiempo. Incluso en 2022 pensó en dar el paso, pero su novia y el resto de su familia lo acabaron frenando. Entonces, como una especie de narcótico, eligió suplir el vestir de camuflaje por donaciones mensuales a distintas brigadas del ejército. Entregaba entre 100 y 200 dólares que restaba a su sueldo como empleado en una empresa que trabaja con acciones de la bolsa de Ucrania. “Quería ser útil de esta forma”, recalca. Estuvo donando hasta que, a mediados de 2024, emprendió el proyecto de nueva casa con su pareja.

Intentos de huida

Detrás de este fenómeno de la falta de candidatos voluntarios no solo se atisba la incertidumbre del final de la guerra, sino una creciente desconfianza en un sistema poco eficiente y corroído por los altos niveles de corrupción, que muchos aprovechan para escaquearse y dejar a otros al frente de la responsabilidad de defender al país. El guardameta Rudko ya había sido detenido el mes pasado y tuvo que pagar una multa antes de ser trasladado a un centro de instrucción, pero aprovechó un permiso para tratar de escapar, añaden medios locales. Tanto él como los otros arrestados en los montes fronterizos habrían pagado 8.000 dólares (6.800 euros) por cabeza para salir del país de manera irregular. El deportista, que hace menos de dos años se enfrentaba con el Shakhtar Donetsk al F. C. Barcelona en Champions, ya se encuentra de nuevo luciendo el uniforme y entrenando para recibir destino.

“Si me quito las lentillas estoy casi ciego”, asegura Sasha, un programador de 30 años, que, pese a los reconocimientos médicos, no es capaz de que le certifiquen que su miopía le excluye de ir a filas. Más allá de ese engorro burocrático que lo mantiene en una espiral de desconfianza con el sistema, reconoce que, en la situación actual, de ninguna manera iría de forma voluntaria al frente. “En 2022 teníamos una gran motivación por salvar Ucrania de la invasión rusa. Todos queríamos hacer algo por nuestro país”, comenta.

Tras este tiempo, “no nos ha llegado ni una sola historia positiva por parte de los que se encuentran alistados. Solo nos llega mierda”, interviene Julia, la pareja de Sasha, a la orilla de un río donde viven, a varias horas de Kiev, la capital. Hastiada, insiste en que ni siquiera dan con los responsables de reconocer la inhabilitación y que, por eso, Sasha ha de vivir escondido. “Tengo miedo de ir incluso al centro del pueblo. Es peligroso. Solo voy a veces a la tienda pasadas las ocho de la tarde”, detalla.

Las autoridades tratan de empujar a los hombres a las Fuerzas Armadas por medio de un sistema de reclutamiento cada vez más conflictivo que en no pocas ocasiones ha despertado la ira popular, como reflejan las redes sociales y los medios de comunicación. Se trata de las patrullas de reclutamiento del TCK (según sus siglas en ucranio), que peinan el territorio tanto en la esfera rural como en la urbana, obligando a los ciudadanos a acudir al ejército. A eso se unen los cientos de miles que se fugan al extranjero o los que acaban abandonando por diversos motivos el uniforme. Taras señala que ante el TCK se siente “como un perro en constante huida”. “No puedo moverme. Apenas paso tiempo fuera de casa. Vivo oculto”, agrega.

Mikola, de 28 años, trabaja de peluquero, es perfectamente útil y se arriesga cada día para acudir a su trabajo confiado en no caer en los controles. Solo dos veces le ha parado la policía, pero iban sin integrantes del TCK y se libró de ser detenido, cuenta mientras da caladas al váper. Afirma que ama a su país, pero, a la vez, reconoce que si pudiera se habría ido al extranjero. “Los que están en el frente pueden pensar que no soy un patriota, pero los amigos que tengo en el ejército entienden mi postura”, resume. Sasha y Taras guardan silencio al ser preguntados al respecto y también aceptan las críticas y el malestar que pueda generar su postura. Sasha relata el caso de un compañero de universidad que ha acabado trabajando en el TCK y que en el grupo de WhatsApp afirmó que la mitad de sus contactos del móvil están ya muertos.

En el frente, los mandos han de hacer de psicólogos y hasta de animadores para tratar de obligar a aguantar a unos hombres que acumulan meses sin despegarse de su posición. Es la única manera de afrontar la falta de efectivos imposible de paliar con las ayudas que llegan desde el extranjero en forma de dinero, armamento y de algunos mercenarios. Pese a todo, el número de deserciones —que lastra todavía más al ejército— alcanza hasta el 10%, según algunos medios locales. Todo ello eleva el grado de egoísmo con el que es visto que cientos de miles de ucranios se nieguen a unirse al combate. “Me sentiría culpable delante de un amputado”, sostiene Taras, que, en el fondo, cree que lo que está haciendo por su país “no es suficiente”.

Roman Kostenko, reconocido militar y secretario del Comité de Seguridad Nacional, Defensa e Inteligencia en el Parlamento, ha de lidiar con el problema de la falta de soldados. Él mismo reconoció en julio que, pese a los 30.000 intentos de reclutamiento mensuales, afrontan ese agujero de 1,5 millones de hombres que no cumplen con su obligación. En medio de la polémica, trata de defender las patrullas del TCK, “el único organismo que en estos momentos dota de personal a nuestras Fuerzas Armadas”.

Frente al caso de Artur Rudko, de manera cotidiana salen a la luz historias de otros deportistas, cantantes, escritores o empresarios de prestigio que activamente forman parte del ejército. O formaban, porque algunos han muerto y, pese a haber sido enterrados como héroes, forman ya parte del trágico imaginario colectivo de la contienda. “Soy realista. La vida es más importante que el territorio. Lograr recuperar lo ocupado por los rusos va a costar muchos muertos más”, concluye consciente de la cruda realidad Mikola, el peluquero, refiriéndose al intento impulsado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para que Kiev acepte entregar a Moscú las regiones invadidas. Para Taras, el porcentaje de probabilidades de que Ucrania vuelva a gobernar sobre ese 20% del país que se encuentra en manos rusas es del 1%.