Cuando Damon Albarn dijo recientemente que Oasis habían ganado la guerra del brit-pop, estaba siendo muy listo (y bastante hijo de puta). No hay más que poner al lado las carreras de Albarn y de los hermanos Gallagher para comprobar que la comparación es clamorosa: hace ya casi 20 años que Oasis entregaron su último disco con nuevas canciones, y diez más desde su último trabajo relevante.

Desde entonces, Albarn ha construido una vibrante carrera, entre sus trabajos en solitario, The Good, the Bad & the Queen o con el retorno de Blur. Pero sobre todo, ha sido la mente pensante (y cara visible sobre el escenario) de Gorillaz, uno de esos grupos que definieron a la perfección la euforia optimista del cambio de siglo.

Solo en ese contexto se puede entender la aparición de un grupo ecléctico hasta la náusea que abarcaba desde el pop Beach Boys hasta el hip-hop del gueto pasando por el reggae y el dub de Augustus Pablo o Lee “Scratch” Perry, oculto bajo la identidad de cuatro personajes de dibujos animados dibujados por James Hewlett. Una personalidad excepcional, colorista e intergeneracional que les ha acercado a un público tal vez más amplio que el que tal vez tuvieron Blur. Las camisetas con las efigies de 2-D, Noodle, Murdoc Niccals y Russel Hobbs, habituales de cadenas de ropa y mercadillos de pueblo, abundaban en el césped de la Universidad Autónoma de Madrid, inesperado marco para el desembarco del festival internacional Pulse of Gaia en nuestro país y de la banda en la capital, donde no habían actuado antes.

Thundercats

Más que un festival (todo sea dicho, bien organizado, salvo por las largas colas a la hora de comprar comida), un doble cartel construido alrededor de Gorillaz y Thundercat, que consiguió convencer al público que esperaba al plato fuerte a pesar de que su jazz afrofuturista no debe de ser fácil de digerir para todos los estómagos. Aunque sus canciones parten en un punto que oscila entre Stevie Wonder y Sly & the Family Stone, terminan volando sobre la vertiginiosa digitación al bajo de seis cuerdas con la efigie de Asuka de Evangelion del otaku. En formato trío —Dennis Hamm al teclado y Justin Brown a la batería— el buen recibimiento por la mayor parte del público (otros huyeron despavoridos) mostró, sobre todo, sus ganas de una última fiesta antes del final del verano.

Albarn lo sabía bien, y a pesar de que tienen The Mountain ya listo en el horno y preparado para publicarse en marzo, se decantó por un repertorio de grandes éxitos basado en sus tres discos referencia: el debut de 2001, Demon Days (2005) y Plastic Beach (2010), que conformaron el 75% del repertorio junto a alguna nueva canción como el single «The Happy Dictator», con Sparks. En su arranque, con una vertiginosa «M1 A1», ese tema que actualizó el «Roadrunner» de Modern Lovers en el siglo XXI y «Last Living Souls», aquello tenía la misma intensidad que los últimos shows de Blur. Pero fue al encenderse las pantallas y aparecer los personajes de Hewlett cuando el público se vino abajo. La melódica de «Tomorrow Comes Today» y, más tarde, la incursión de Albarn ante el público en unas «19-2000» y «Rhinestone Eyes» que tuvieron que reiniciar, mostraron que aunque este minitour tenga una vocación casi pecuniaria y este fuese su único concierto fuera del Reino Unido, se lo han tomado en serio.

La big band de Albarn, con dobles baterías y teclados y coro gospel, funciona casi como un equivalente físico a los personajes de Hewlett, con un sonido tan pulcro que resulta sospechoso. ¿Hasta qué punto tocan el bajista Seye Adelekan y el guitarrista Jeff Wootton lo que suena sobre el escenario, o como cada vez es más común, se limitan a tocar por encima de una selva de pistas pregrabadas? Al público, ante el bombardeo audiovisual, le da igual. Lo importante es que se suceden canciones como «O Green World», la bonita «On Melancholy Hill», «Stylo» o «Kids with Guns» y que saltan al escenario Bootie Brown o Pos de De La Soul para rapear y jalear al público en «Dirty Harry» y el superclásico «Feels Good Inc.»

Lástima que la colaboración con el rapero argentino Trueno en «The Manifesto» se alargase más de lo deseable, que Albarn mostrase signos de cansancio en los últimos compases y que el final resultase un tanto anticlimático con esas palabras masculladas por el cantante a modo de despedida, pero Gorillaz ya habían ganado su batalla particular. Que hace mucho que no es la del cetro del brit-pop sino la de trazar un camino por el que solo transitan ellos, abriendo una vía que nadie más se ha atrevido a seguir.

Texto: Héctor García Barnés

Fotos: Salomé Sagüillo