Lawrence es un músico poco conocido, pero quien lo conoce lo reconoce al instante. Y aquí está: en el vestíbulo de un hotel barcelonés. No ha probado bocado del desayuno porque no le gustaba nada. Lleva su sempiterno bolso, un pitillo en la boca y una bolsita de plástico para guardar un paraguayo que tal vez coma después. Maneja tantas cosas que el paraguayo le cae al suelo mientras intenta abrir la bolsita. Un camarero se lo recoge del suelo y cuando Lawrence le da las gracias, el pitillo le cae de los labios. Lo recoge, sale por fin a fumar y en un descuido deja el bolso desatendido en esta bocacalle de las Ramblas, zona de turistas y, también, carteristas. Nadie se lo robará. De vuelta al hotel, el sensor de la puerta automática no percibirá su delgadísima silueta y a punto estará de decapitarlo. La vida puede ser bella, sí, pero para Lawrence es un auténtico jaleo.
El artista de quien nadie conoce el apellido (es Lawrence a secas) vive un momento de tímida gloria. Su cara chupada aún delata los estragos de su adicción a las drogas, pero lejos quedan los días que pasó durmiendo en la calle. Ha visitado Barcelona para presentar Superestrella de las calles, la biografía que de él ha escrito el periodista inglés Will Hodgkinson, y lo ha hecho en una sala llena de público del Palau de la Virreina, elegante sede del Departamento de Cultura del Ayuntamiento. Aunque su primer grupo, Felt, nunca rebasó el estatus de culto y sus posteriores intentos de triunfar (los grupos Denim, Go-Kart Mozart, Mozart Estate) tampoco cuajaron, Lawrence se ha convertido en una suerte de anomalía de referencia, ese perro verde que nunca encontró la puerta del éxito pero que sigue ahí, insistiendo con sus escasas armas y sus múltiples manías.