En cuanto colgué el teléfono me puse a pegar botes por la casa. Adela Cortina, la gran filósofa de la democracia, me acababa de llamar para pedirme que presentara su último libro en la Universidad de Valencia. El alborozo era total y creo que grité y salté como gritan y saltan los hinchas más exaltados cuando su equipo marca un gol y se lleva la copa a casa. Un gesto de celebración primitivo, acaso una vociferación dionisiaca, ante el convite de la razón ilustrada. Ni siquiera ese día de alfombras y copas de bastos en el que la reina Letizia entregó a Ethic la Medalla de Oro de la Cruz Roja por la labor editorial y periodística de estos años me había sentido tan agradecido. Pero no tardaron en llegar los nervios. No estaban invitados y, sin embargo, vinieron. Una reacción natural, de acuerdo, pero no por eso menos cobardona. Uno, que tanto desafina, tenía ahora que cantar ante un auditorio repleto justo antes de la actuación principal de una de las grandes voces de la filosofía. Apunto estuve de meterme debajo de la cama.

La cosa es que cuando me llamó Adela, yo ya estaba incubando uno de esos virus letales que nuestras hijas traen a casa de vez en cuando, bombas atómicas que ellas desactivan en un plisplás, pero que a los padres nos pueden dejar una semana bajo tierra. Como el pensamiento de nuestra ilustre filósofa navega en este libro por las aguas de la inteligencia artificial, mi delirio febril me llevó a un mundo de ensoñaciones futuristas en el que los humanos luchábamos contra unas máquinas de tamaño colosal, robots implacables que se habían emancipado. Todo era amenazante, pero al mismo tiempo había épica y emoción, incluso resultaba divertido. Era como si, por fin, tuviéramos algo por lo que luchar.

Necesitamos salvaguardar nuestras democracias de las embestidas del populismo y recuperar esos espacios para el diálogo que paradójicamente se han roto en la sociedad tecnológica

Quizá todo esto os suene a distopía Blade Runner, pero lo cierto es que estas aventuras oníricas a mí me recordaban más a esa película descacharrante de los inicios de la carrera como cineasta de Woody Allen, El dormilón, una sátira sobre la tecnología y la sociedad del futuro mucho más intuitiva que cualquiera de las turras de Harari y otros nuevos profetas. El protagonista es un tipo que va al hospital a hacerse una intervención en las amígdalas y por error acaba criogenizado. Cuando se despierta, doscientos años más tarde, el mundo libre que había conocido ha desaparecido y los ciudadanos han descendido a la categoría de súbditos bajo el yugo de una nefasta dictadura. Además de las penalidades propias de una tiranía, el futuro les ha deparado otras miserias: todo el mundo —excepto algunas personas de ascendencia latina— se ha vuelto frígido y es por eso que han creado una máquina, el orgasmatrón, que les permite tener una especie de experiencia sexual tecno-onanista. Es una peli divertidísima, como tantas de Woody Allen, pero confiamos en que la cosa no vaya a tanto: un plan del Imserso que ofrece un totalitarismo frígido y a pensión completa no es precisamente lo que uno andaba planeando para su jubilación.

Cuando me recuperé del virus pude por fin hincarle el diente en condiciones al libro de Adela. Nuestra filósofa lo había vuelto a hacer: sus ideas son como las luces de neón que iluminan las calles de una ciudad a oscuras. La inteligencia artificial es el último fuego que Prometeo les ha robado a los dioses para entregárnoslo, de nuevo, a nosotros, los pobres mortales, que tenemos que aprender a usarla minimizando el riesgo de incendio.

En su libro, Adela avanza con el traje ignífugo de la ética cosmopolita a través de los claroscuros de esa nueva revolución tecnológica que se dispone a cambiar el mundo. Una idea de fondo atraviesa las páginas como un cuchillo: necesitamos salvaguardar nuestras democracias de las embestidas del populismo y recuperar esos espacios para el diálogo que paradójicamente se han roto en la sociedad tecnológica. En un mundo dominado por líderes tan siniestros como Putin, Xi Jinping, Trump o Netanyahu, que trazan un horizonte político descorazonador e inhumano, la voz de Adela Cortina nos reconecta con los mejores valores de la cosmovisión ilustrada.

La presentación del libro, por cierto, salió fetén. Adela estuvo elocuente y vibrante ante el público que abarrotaba la sala. Y este humilde editor, como se siente parte de esa resistencia que aún cree y defiende el valor del esfuerzo, preparó de forma tan concienzuda el tributo a nuestra filósofa que cumplió dignamente —o al menos eso creo, espero no equivocarme— con el encomiabilísimo papel de telonero, que en esta ocasión era, qué duda cabe, el más grande de los honores.