Iván Rojo se ve salvado por España. Estuvo nominado en la gala cero de OT. Vivió el vértigo de casi quedarse a las puestas de la academia. Pero él, tras el varapalo inicial, ha echado cuentas. Fue votado por 120.000 personas, dice. Lo repite, una y otra vez. Todos necesitamos sentirnos queridos. Aunque, en este caso, solo fuera escogido por ser el más normativo de los tres compañeros en la cuerda floja.

Lo que no sabe todavía Iván es el efecto rebote de la fama, especialmente si la popularidad es fruto de una exposición portentosa y/o instantánea. Esa misma audiencia que te da la oportunidad por ser guapo de póster te la quita rápido si fardas de televoto. Los mismos que te amaron a primer golpe de vista te acaban odiando. Son las cosas de los realities, que se devoran con la intensidad de escrutar, sin piedad, cada frase que uno suelta por la boca.

La efervescencia de la resaca de la edad del pavo se hace más gigante al contemplarse mejor que el resto de las 11.000 personas que pasaron por el casting. Normal que los alumnos escuchen gritos fuera de la academia y celebren que ya tienen fans. Aunque no lleven ni siete días frente a las cámaras.

Ahí está una de las materias primas de OT: la ambición desbocada de cuando todavía te sientes infinito y que, en realidad, solo es ingenuidad. Noemí Galera la intenta rebajar. Incluso pide voto de silencio. Al menos a Lucía, que tiene que cuidar su voz. Pero no puede. Porque está en la academia de OT. Imposible. Están todos hipervitaminados por la felicidad de estar allí. Todos cantando sin pausa, demostrando que son artistas de la pasión. No tienen suficientes horas al día para brincar en el parque de atracciones en el que están conviviendo.  Eso no cambia con el paso de los años. Bendita alegría de cuando todo está por hacer. Todo está por aprender.

Como cuando un chicuelo Raphael fue al festival de Benidorm en 1962. Todos sus contrincantes se fueron de fiesta a la playa y él refugió sus cuerdas vocales en el hotel. Su concentración, junto a su carisma, fue un atajo para brillar entre tanta mocedad enfriada en el agua. Han pasado 63 años de aquel festival y 24 del primer OT. Los chavales de hoy son menos inocentes, comunican mejor al casi haber nacido con un móvil y una cámara entre sus manos. Estar hiperconectados hasta nos invita a sentirnos autosuficientes. Aunque no lo seamos. De hecho, nos anima a pensar que tenemos fans cuando solo son followers cotillas. Sensación que se multiplica con los vítores de un público que te excita la egolatría cada semana en el plató de un programa de televisión. Sin embargo, igual te ovacionan más por la trama que por el talento. Y les costará pagar para ir a un concierto tuyo. 

Pero, cuando toca dormir con veinte años con otros 15 en un pasillo-habitación de un puñado de metros cuadrados, no hay estrellas rutilantes, no hay artistas irrepetibles: hay chavales creyendo que les ha cambiado la tele su porvenir para siempre y terminan haciendo lo que todos hacíamos en esa edad. Incluso hacerse fotografías con el móvil, selfies que quieres luego borrar y ya será imposible. Como ya les ha avisado en una reunión Belena Gaynor.  

La pandilla de OT 2025 no pueden dejar de ser veinteañeros adrenalínicos con el añadido de llevar en la cara puesta la sonrisa de “mi sueño se ha cumplido”. Gajes de estar empezando a vivir, más aún cuando vienes de una buena clase social y siempre has habitado en un privilegio que hace que tus problemas sean una nimiedad con los de otros. Pero, oye, cada uno con lo suyo y, ahora, dentro del microcosmos controlado de la academia comienza, paradójicamente, a romperse la burbuja de cada participante. Por eso tantos conectan tanto con OT. Porque es un decorado por el que termina asomando la realidad de las cosas del crecer. Porque es la vida que nos creímos y, al segundo, la vida que termina siendo.