Investigadora postdoctoral, autora, viajera, poeta, narradora, hija, amiga, mamá. Agustina Catalano es todo eso a la vez y, en su último libro, “Recién llegada”, se permite explorar el aglutinante por excelencia: la contradicción. Editado por Beatriz Viterbo, se trata de un diario que registra el momento en que dos de sus facetas, la de mamá y la de mujer autónoma y trabajadora, entraron en tensión al ganar una beca para investigar en Alemania y decidir dejar, por tres meses, a su hijo de dos años en Argentina.

Lejos de los lugares rígidos y estereotipados (el de la madre y el de la familia, pero también el de la “buena feminista”) Catalano sigue la pista del deseo. En lugar de ofrecer respuestas tranquilizadoras, circula entre esas tensiones con paso liviano, íntimo y, como los muñecos y dibujos que su hijo desparrama en el piso del living, lleno de juego.

En diálogo con Buenos Aires/12, la autora reflexiona sobre el poder de la escritura para habilitar un estado de trance, el rol histórico de los personajes femeninos en la literatura y el humor como estrategia para bajarle el precio a aquello que pueda volverse demasiado pesado.

—Si bien el libro evidencia los procesos que atravesaste al escribirlo, me pregunto: más allá del recorte al que accede el lector… ¿Cómo fue para vos ese trabajo de escritura?

—Para mí el libro nace de una vacancia. Cuando decidí emprender el viaje y dejar a mi hijo, encontré mucha bibliografía sobre la maternidad, pero casi nada sobre el cruce entre viaje y maternidad. Entonces empecé a registrar esa experiencia desde un lugar bien autobiográfico, casi como material en crudo. Ese fue un primer impulso: anotar en un diario lo que pasaba. El otro surgió de la mirada ajena: cuando contaba que viajaba teniendo un bebé de dos años, veía que no resultaba algo tan común ni irrelevante, que despertaba reacciones diversas. Ahí pensé que eso podía convertirse en material para escribir, porque para mí la escritura nace de la incertidumbre, de no saber bien por dónde ir, de esa ambigüedad. Y escribir sobre maternidad, un tema tan trabajado, también traía el desafío de no caer en lugares comunes. Después de ese primer viaje hice otro, y estuve un año con el material “en frío” en un cuaderno, hasta que me anoté en un taller con Eugenia Pérez Tomas, que fue fundamental. Me gusta reivindicar la experiencia del taller porque el proceso de escritura se vuelve grupal, con las voces y miradas de otros. El libro se fue armando entre el cuaderno, las charlas con amigos, los talleres y las lecturas. La mirada de Eugenia fue muy importante: su madre había trabajado como azafata, así que leía desde un lugar atravesado por lo que yo estaba escribiendo, como un espejo. Finalmente, después de tres años de escritura, reescritura y trabajo con la editorial Beatriz Viterbo, el libro salió publicado en mayo de este año, dentro de la colección “Bios” dirigida por Julia Musitano, que trabaja justamente con el cruce entre literatura y vida.

—¿Cómo seleccionaste y editaste ese primer material en bruto?

—Cuando una pasa de las anotaciones compulsivas en un cuaderno a algo que van a leer otros, tiene que tomar decisiones. El primer desafío fue ordenar ese caos, pero quise mantener la estructura del diario: el registro cronológico tenía sentido. Después vino recortar qué era relevante: siempre tuve claro que quería escribir sobre literatura, viaje y maternidad, y dejar afuera lo que no sumaba. Borroneé lo más autobiográfico, como nombres propios o detalles demasiado localizables, y despejé el motivo del viaje para que quedara en primer plano la pregunta central: qué pasa cuando una madre decide separarse de un hijo pequeño para hacer algo en soledad.

También busqué salir de mi propia experiencia, rastrear otras voces en charlas, en internet, en libros. Ese gesto de referenciarse en otras mujeres me parece muy propio de la maternidad: buscamos complicidades, modelos, contramodelos, maneras de iluminar un camino, pensar qué ejemplos tomar de base para armar este ser madre.

Otro desafío fue pensar un final: había hecho un segundo viaje, distinto, más tranquilo, y dudé si mezclarlo, pero me mantuve fiel a lo primero escrito. Después vino darle forma al diario: enganchar al lector, desnudar pensamientos y emociones, pero sin que se vuelva algo completamente catártico, sin caer en lo cursi ni en lo puramente emocional, sino tratar de darle forma también desde el pensamiento, desde las preguntas, desde esas búsquedas que mencionaba.

—En un momento aparece la pregunta “¿Qué tipo de madre quiero ser?” y la trabajás con humor, casi ridiculizándola. Es un gesto que se repite: los lugares pesados o problemáticos se tratan de manera muy lúdica. Mencionabas que, al buscar referencias en otras mujeres, ibas construyendo a esa madre, atravesada por la contradicción entre lo que se espera de alguien que materna y de una feminista. ¿Cómo fue ir tramando la escritura en medio de esas tensiones?

—Pienso que lo que nos da la posibilidad de sortear con liviandad, con humor, con gracia esas tensiones, es la literatura. Ahí puede haber un cortocircuito con la vida, porque la vida es mucho más compleja. Y quizá por eso nos gusta tanto la literatura: porque en ese espacio se pueden hacer cosas que en la vida cotidiana no nos animamos, no podemos o no salen de esa forma.

No sé si me lo tomé tan livianamente como aparece en el libro. Creo que eso es un poder de la ficción, del lenguaje: ofrecernos una manera de transitar tensiones, conflictos, incertidumbres, ambigüedades, paradojas. Porque, en definitiva, toda madre se siente muchas madres al mismo tiempo. Y a la vez hay una demanda social de definirse. Y creo que no es algo exclusivo de la maternidad: nos pasa a todos. Vivimos en un mundo que exige definirse, ser una cosa, aunque estemos intentando hacer muchas a la vez. Es un desafío muy del mundo contemporáneo. Y la literatura aparece como ese espacio donde una puede tener la ilusión de estar abordándolo, de tener un poco de control. Aunque creo que en realidad se escapa por todos lados. A lo sumo quedan momentos, instantes, flashes, posibilidades mínimas de retener esa experiencia. Creo que esa es una de las preguntas fuertes: pensar qué poder tiene la literatura, la escritura, el lenguaje, para ofrecernos ese trance.

—En una de las entradas aparece Sylvia Plath y se plantea, a grandes rasgos, la idea de que para escribir hay que sufrir. Vos misma te preguntás si eso es necesariamente así, cómo sería escribir desde un lugar más feliz o luminoso, y si es posible. ¿Encontraste alguna respuesta?

—El lugar del puro sufrimiento no me interesa, ni siquiera como lectora. Me parece que tiene que haber algo más. Y, además, para sufrir ya está la realidad (risas). Tampoco pienso la literatura o el arte como evasión, como una forma sin pensamiento. Creo que son dos registros que tienen que aprender a convivir, que tienen que articularse. Y sobre todo pienso en la tradición de la maternidad y la representación de las mujeres en la literatura y en el arte: primó siempre la mirada patriarcal, donde la mujer fue puesta en el lugar del sufrimiento. Se la asocia más con el sacrificio que con el goce. Entonces ahí hay un desafío feminista, en algún punto, de sacar a los personajes femeninos, a las madres, a las trabajadoras, de ese lugar de sufrimiento, de sacrificio. No porque eso no exista, claro, pero convive con la felicidad, con la alegría, con el placer de hacer algo que a una le gusta.

Pensaba mucho en una frase que, creo, es una cita de Fernanda Laguna a partir de algo que le dijo Rosario Bléfari: “No le muestres a tu hijo que cuando te vas a trabajar estás sufriendo; tenés que irte con alegría, porque eso lo va a afectar positivamente, va a asociar el trabajo con algo placentero”. Y me parece que tiene que ver con eso: el mundo no es siempre un lugar horrible. Yo también quería posicionarme ahí, habilitar un registro lúdico, humorístico, feliz. Reivindicar los días felices. Eso no excluye el sufrimiento, ni las preguntas sin respuesta, ni los momentos de angustia. De hecho, intenté darles lugar: las pesadillas en las que el hijo no está, el peso de las madres anteriores, de la propia madre, de la abuela… toda esa cadena de sufrimientos que viene de atrás. Porque la mayoría de nuestras abuelas y bisabuelas vivieron historias durísimas, con la libertad muy coartada. Y creo que también se trata de hacer una reivindicación feliz de este privilegio de viajar, estudiar, trabajar de lo que me gusta, porque lo reconozco como tal. No es algo que todas ni todos puedan, y me hago cargo de eso. Pero sí me interesa reivindicarlo desde la felicidad, no desde la culpa ni el sufrimiento.

—El libro permanece en la pregunta, en la incertidumbre, sin clausurar sentidos. No busca dar respuestas o bajar línea, sino que se ubica entre distintas tensiones por las que el texto circula…

—Esos son los lugares que me interesan. Y que la ridiculización, incluso, me resulta más atractiva que la solemnidad. No me interesa tomarme todo tan en serio. Ni siquiera con estos temas “pesados”: la vida, la maternidad, los viajes, el trabajo. Ridiculizarse un poco, reírse de los estereotipos con los que lidiamos o contra los que luchamos por no ser. Creo que el desparpajo, la irreverencia, todos esos tonos y esa pérdida de sacralidad de la madre, son lugares por los que no quería transitar de manera solemne. Me interesó pensar qué pasa con la felicidad al escribir. Y yo creo que, de manera instintiva, una va hacia esos lugares. No es algo que se pueda racionalizar del todo. Hay algo más pulsional —estoy medio psicoanalítica hoy (risas)—, algo del orden de la pulsión de vida, un impulso que te lleva.

—Pensaba en la construcción de esa narradora a la que se le borran los bordes que dan cuenta de tu identidad. ¿Cómo pensaste ese registro? Porque es tu voz y tu experiencia, pero al mismo tiempo hay un juego con lo ficcional, con lo que el lector no sabe sobre vos e imagina.

—Lo pensé como una voz que habla, no tanto como un personaje. Y ahí me parece que opera el verosímil del género o el registro del diario. En un diario no se consignan datos biográficos; se presuponen. Es más bien un fluir de conciencia. Para mí, eso tenía sentido: no sumaba precisar mi trabajo, ni tampoco la figura del padre, ni la de la familia como un esquema con roles asignados. Preferí pensarlo como cuerpos y voces, algo más ambiguo. Me cuesta definirlo, porque en el fondo son decisiones arbitrarias, caprichosas, que podrían haber sido de otro modo. Armar un texto es un juego de encastre. Muchas personas que me conocen lo leyeron y me preguntaron cosas que no puedo responder. El registro autobiográfico y el diario generan esa expectativa de totalidad, pero la literatura y la ficción funcionan justamente en lo contrario: en lo fragmentario, lo recortado, lo encastrado. Eso abre espacio a la imaginación del lector.

— “Recién llegada”… ¿a Alemania, a la maternidad, a todas esas cosas al mismo tiempo?

— La figura del “recién llegado” suele asociarse con el viajero, con quien pone un pie por primera vez en un territorio nuevo. Para mí, ese territorio es Alemania, es la maternidad, pero también es la escritura. Quería que el libro transmitiera algo de eso: del no saber, de hacer con lo que hay, de moverse entre momentos de expectativa sin que la respuesta esté ahí de inmediato, teniendo que buscarla en otro lado. Creo que esa sensación de recién llegada es bastante habitual en la literatura: cada libro es, de algún modo, un nuevo nacimiento, un nuevo hecho, siempre distinto. Y ahí se comparte esa experiencia de empezar otra vez.

— ¿Qué habías ido a investigar allá con la beca?

—Sí, es gracioso porque, aunque no lo incluí en el libro, el tema tenía mucho que ver con todo esto del humor en la escritura. Yo venía de terminar y defender mi tesis doctoral sobre Roberto Santoro, un poeta argentino desaparecido que trabajó mucho con el humor, incluso al escribir sobre la represión y la vida bajo el terrorismo de Estado. La beca me salió para seguir en esa línea: participé en unas jornadas con Laura Wittner—quien después escribió la contratapa del libro—y trabajé con un profesor interesado en Santoro, que investigaba literatura y medios de transporte, algo muy de nicho.

Eso no lo dejé entrar demasiado al libro porque sentía que desviaba el eje central. Pero en ese viaje empecé a pensar mi proyecto postdoctoral. Así armé un corpus de escritoras argentinas de los años 70 que fueron militantes y madres al mismo tiempo. Empecé a trabajar el tema de la maternidad en contextos de militancia política, pero no desde lo testimonial, sino desde la poesía. Mujeres que escribieron poesía y, en ese registro, resignificaron lo doméstico, el cuerpo, la familia, la maternidad: todos esos temas habitualmente atribuidos al universo femenino. Esa idea apareció en ese viaje, aunque estaba en un momento muy germinal.

También me interesaba que la figura del libro fuera la de la madre trabajadora que se va. Podía ser cualquier trabajo, cualquier beca, cualquier intercambio. No quería ponerle mi sello. Quería que esa voz no quedara atada a un identikit concreto: ni edad, ni nombre, ni trabajo. Fue una decisión consciente borronear esos datos.