Mi sorpresa fue casi del tamaño de mi tristeza cuando le ofrecí libros de mi biblioteca a uno de mis vecinos y me respondió gracias, pero no.
No vaya usted a pensar que mi vecino es un patán. Es un hombre muy bien educado, excoronel de la Fuerza Aérea y quien ahora trabaja desarrollando tecnología satelital en una compañía importante.
Su respuesta fue contundente, sin arrogancia pero desoladora. “Tenemos muchos libros en la casa y no queremos más –me dijo–; además, la información que necesitamos está en línea y no ocupa espacio en mi casa”.
¿Tendrá razón?, pensé. Hace más de 60 años que mi esposa y yo coleccionamos libros con absoluta devoción. Llegamos a juntar unos diez mil que en algún momento ya no cabían en nuestros libreros. Eran tantos que tuvimos que hacer un escrutinio que nos llevó a donar unos 5.000 a la biblioteca de nuestra comunidad. Pero nunca pensamos que los libros desechados fueran obsoletos o reemplazables.
Cuando me retiré de mi trabajo formal y decidí volver a la escuela comprobé que durante los casi cinco años que pasé investigando para mi disertación doctoral, por lo menos la mitad de los documentos que tuve que leer estaban en línea, aunque todavía había que leer muchos libros. Además, mientras yo leía en la computadora, mi esposa golosamente se despachaba en promedio tres libros gordos de historia, de mujeres eminentes y de crónicas de viajes al mes.
Hoy estamos a punto de mudarnos a un espacio notablemente más reducido que el que tenemos ahora y debemos disminuir drásticamente nuestra biblioteca, y me pregunto si mi dilema es universal: ¿está la biblioteca privada en vías de extinción?
Para responder mi pregunta acudí a Álex Grijelmo, un hombre de letras excepcional, orfebre de la lengua española que hace más de 40 años nos ilustra desde las páginas de El País, el diario español de referencia en nuestro idioma.
Creo que es evidente que algunos tipos de bibliotecas privadas están en alto riesgo, y que las que no se adaptan a la era digital corren un riesgo especial.
“La cuestión que planteas está generalizada. Y, en efecto, no es fácil que un particular asuma una biblioteca ajena, ni tampoco las instituciones que se supone deberían estar interesadas en ello”.
¿Y a qué crees que se debe esta lamentable tendencia?, le pregunto.
“El problema de la vivienda (cada vez son más pequeñas y más caras) se ha aliado con la idea de que todos los libros están en la red, lo que no es cierto (creo), y también con la falsa idea de que da lo mismo leer en una pantalla que sobre un papel. Como se viene demostrando, se memorizan y se asimilan mejor los contenidos que aparecen en el formato del libro tradicional”, me responde Grijelmo.
Y no es solo en España donde se manifiesta el problema, entre 2003 y 2023, la población que lee por diversión en Estados Unidos ha caído un 40 %.
Frente a este desafío no dejo de pensar en el triste panorama que nos ofrece la historia. La Gran Biblioteca de Alejandría fue consumida por incendios y descuidos; la de Nínive fue saqueada por los mongoles; la de Pérgamo se perdió cuando la riqueza de la ciudad declinó en la época romana; la de la duquesa Ana Amalia, en Weimar, se incendió parcialmente, aunque, afortunadamente, gran parte de la colección se ha recuperado.
Hablar de “extinción” de la biblioteca privada puede ser exagerado, pero de lo que no cabe duda es de que su supervivencia está en duda y bajo enorme presión. Peor aún, creo que es evidente que algunos tipos de bibliotecas privadas están en alto riesgo, y que las que no se adaptan a la era digital corren un riesgo especial.
No tengo ni idea de cómo solucionar el problema de la reducción espacial de la vivienda, pero creo que las bibliotecas privadas con contenido raro, especial o de archivo tienen más probabilidades de sobrevivir, aunque su supervivencia depende de preservar dicho contenido y hacerlo accesible.