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El bosque de Tilgate, en el condado de Sussex, Inglaterra, era el entorno preferido de Gideon Mantell para sus paseos. Con su vista de lince y su olfato para lo natural, el obstetra estaba acostumbrado a identificar fósiles, hasta tal punto que la prensa local lo apodaba «el mago de los bosques». Un glorioso día de 1822 se topó con un conjunto de restos diferentes a todo lo que conocía. Le parecieron unos enormes dientes de iguana, y por eso acuñó el nombre de Iguanodon en la carta que tres años más tarde remitiría a la Royal Society tras consultar con Georges Cuvier, pionero de la paleontología.
Foto. Javier Lobón Rovira
Hace unos 125 millones de años, este herbívoro y sus crías caminaban por la península ibérica. Puede que nos resulte extraña la idea de un gigante de entre 10 y 12 metros protegiendo a su prole cerca del nido, pero el hallazgo de 13 perinatos en una mina de Galve ha aportado un conocimiento preciso de la paleobiología
de estos animales. Curiosamente, la primera descripción científica de un dinosaurio en España relataba en 1872 el descubrimiento de un iguanodóntido en Aragón. «El círculo se ha cerrado», dice Alberto Cobos.
Hasta entonces solo se había descrito un dinosaurio en el mundo: Megalosaurus. El segundo en entrar en el libro de oro de la paleontología fue Iguanodon, pese a que solo se conocían aquellos fragmentos dentales, lo que no impidió que más de un ilustrador atrevido imaginase extraños lagartos bípedos, erguidos como canguros, en magníficas –pero fantasiosas– ilustraciones de combates entre monstruos antediluvianos, como se les llamaba por entonces.
El término «dinosaurio» no entró en el vocabulario hasta 1842, cuando el naturalista Richard Owen intentó organizar el caos generado por el repentino descubrimiento de decenas de nuevos «reptiles prehistóricos». A lo largo del siglo XIX fueron apareciendo otros fósiles dispersos que se identificaron como aquel enigmático Iguanodon anglicus, al que algunos también llamaban Iguanodon mantelli. Pero el destino tenía reservada una sorpresa.
El término «dinosaurio» no entró en el vocabulario hasta 1842, cuando el naturalista Richard Owen intentó organizar el caos generado por el repentino descubrimiento de decenas de nuevos «reptiles prehistóricos».
Si existe un paraíso para los paleontólogos, tal vez se parezca a la mina de carbón de Bernissart, en Bélgica. En 1878, un grupo de mineros hizo un descubrimiento extraordinario en un estrato de arcilla a 322 metros de profundidad. A primera vista parecían troncos de árboles cubiertos de oro. En realidad eran fósiles de Iguanodon con incrustaciones de pirita, un mineral que produce ese reflejo dorado.
Foto: Javier Lobón Rovira
El equipo del paleoartista Daniel Ayala lleva a cabo un delicadísimo trabajo hasta llegar al modelo final. Las antiguas reconstrucciones de dinosaurios comenzaban con el dibujo proyectado sobre el material que había que modelar. En la actualidad, con herramientas digitales, el proceso es muy diferente, pero igualmente apasionante. «Todo encaja como si fuese un puzle», dice Ayala.
«Importante hallazgo de restos óseos en falla de mina de carbón Bernissart STOP. Se descomponen por pirita STOP. Envíen a Depauw mañana a la estación Mons a las 8 de la mañana STOP. Allí estaré STOP. Urgente STOP. Gustave Arnould». Este es el texto de uno de los telegramas más famosos de la paleontología mundial, remitido por un ingeniero de la mina al director del Museo de Historia Natural de Bruselas. Arnould comprendió que por obra de una descomposición lenta, los restos presentaban un grado de conservación sin precedentes.
Hoy sabemos que las cianobacterias aprovecharon la capa de arcilla para descomponer lentamente los despojos. Dos de ellos aparecieron boca arriba, pero en posición vertical. Los demás habían caído horizontalmente.
Se realizaron 37 viajes en camión para transportar 130 toneladas de fósiles a Bruselas. Pero mereció la pena. En 1881, la ciencia conocía una nueva especie, Iguanodon bernissartensis, que pasó a incluir los materiales de Sussex y se convirtió en el holotipo de este célebre dinosaurio, es decir, en el espécimen de referencia para definir las características de la especie.
Pasemos las páginas del calendario hasta llegar al siglo XXI. En la provincia de Teruel, un grupo de paleontólogos de la Fundación Dinópolis excava en la llamada Formación Camarillas, en la subcuenca de Galve, un yacimiento del Barremiense de unos 125 millones de años de antigüedad. Javier Verdú, Rafael Royo, Alberto Cobos y Luis Alcalá sabían desde hacía tiempo que los iguanodóntidos vivían allí en el Cretácico Inferior.
Foto: Javier Lobón Rovira
El paleontólogo Alberto Cobos posa junto a un extraordinario bloque con rellenos de huellas descubiertas en el yacimiento turolense de Alcalá de la Selva, del Cretácico Inferior. En algunas de estas huellas se han conservado las impresiones dejadas por la piel. Es raro encontrar huellas asociadas a los restos óseos del animal que las produjo.
Conocían huesos y huellas, pero también ellos experimentaron un momento eureka. Descubrieron en una mina un impresionante depósito de fósiles de este tipo de dinosaurio: dos adultos, un subadulto, un juvenil y, al menos, 13 perinatos (crías).
«Estábamos ante un grupo de animales de en torno a un metro de longitud en su primer año de vida que habitarían cerca del nido –recuerda Cobos–. Quizá se congregaban en una guardería».
El siguiente paso implicó complejas mediciones de varios huesos para compararlos con los ejemplares de Bernissart. Y ahí saltaron las alarmas. El fémur era bastante diferente. Las vértebras dorsales tenían un centro más alargado. Había diferencias en el pulgar y el hueso dentario.
Foto: Javier Lobón Rovira
Josué García (arriba, a la izquierda), junto con Sergio Sánchez y Ana González,
coordina la extracción de fósiles del Iguanodon más antiguo del mundo hallado hasta ahora, de 127 millones de años, en un yacimiento de Cabra de Mora, en Teruel.
Y una sección transversal del isquion tenía forma de D y no era subelíptica como en los fósiles belgas, entre otros aspectos. «Se trataba de otra especie –concluyó Cobos–. Unos cuatro millones de años más antigua que su prima belga, pero claramente otra especie». El artículo se publicó en la revista Cretaceous Research en 2015 e Iguanodon galvensis se convirtió por derecho propio en la segunda especie de su género, con fósiles conocidos únicamente en esta provincia aragonesa.
Foto: Javier Lobón Rovira
Guillermo Gil trabaja en el montaje de la estructura interna de la escultura de Iguanodon galvensis expuesta en Dinópolis.
Durante los últimos diez años, la Fundación Dinópolis ha profundizado en su estudio. El paleontólogo Josué García dedicó su tesis doctoral a esta especie y, junto con otros colegas, demostró la locomoción cuadrúpeda en los adultos y las crías de estos dinosaurios, una de las evidencias más antiguas de esta clase de locomoción en este tipo de ornitópodos. A partir de las huellas y los huesos, el equipo también averiguó que los grandes iguanodóntidos fueron los dinosaurios predominantes en los humedales de las extensas llanuras fluviales y costeras que entonces había en Teruel. «Hoy sabemos que los iguanodóntidos convivieron con pequeños ornitópodos, enormes saurópodos, espinosaurios y otros vertebrados», apunta el paleontólogo.
Foto: Javier Lobón Rovira
Los fósiles de Cabra de Mora son cuidadosamente preparados por Andrea Guarido, en el laboratorio de la Fundación Conjunto Paleontológico de Teruel-Dinópolis.
El estudio de las huellas reviste especial importancia. Pocos lugares del mundo conservan en un entorno próximo huellas asociadas a los huesos del animal que las dejó a su paso. «Esto nos permite inferir cómo se desplazaba, a qué velocidad y si lo hacía en grupo o en solitario», explica Alberto Cobos.
Y aún están las huellas 4D. Un animal de diez metros pudo producir una huella de excelente fosilización si las condiciones del terreno eran las idóneas. En el caso de un yacimiento cretácico de Alcalá de la Selva, en Teruel, el sustrato pisado por el dinosaurio era como el barro de las alfarerías: maleable hasta endurecer. Dicho de otro modo, la extremidad se hundía y se retiraba, dejando al hacerlo estrías de entrada y salida. «En algunas huellas quedaron incluso impresiones de la piel, como si fuesen arañazos –señala Cobos–. Y la gran sorpresa fueron las huellas de los… bebés en otros yacimientos del Cretácico Inferior. Diminutas huellas de pies y manos visibles por fotogrametría».
Foto: Javier Lobón Rovira
Raquel Ferrer y Pilar Castellano reconstruyen varias vértebras de Iguanodon basándose en las digitalizaciones realizadas por el equipo,
Con los datos generados por la investigación científica fue posible crear un modelo digital. En Dinópolis, el trabajo nunca termina con la publicación académica. Existe un esfuerzo real por transformar los hallazgos en «figuras vivas».
Y ahí entra en escena el paleoartista Daniel Ayala. Muchos de los modelos que se pueden ver en Dinópolis pasaron por su mesa de dibujo, pero el proceso seguido para la reconstrucción de Iguanodon galvensis fue algo diferente. El modelo de partida «responde exactamente a las características científicas de este dinosaurio, como son, por ejemplo, sus extremidades y las proporciones de sus huesos», encajando como el zapato de Cenicienta. «Por primera vez creamos un modelo digital para una figura a escala real», dice el artista. Todo encaja a la perfección. El resultado puede admirarse en la fotografía que abre este reportaje.
Hoy, dos siglos después del hallazgo de Gideon Mantell en el bosque de Tilgate, Iguanodon está más vivo que nunca.
Este reportaje se publicó en el número de octubre de 2025 de National Geographic.