Al ser preguntado por la situación política en la convulsa Italia de los años sesenta, el escritor Ennio Flaiano respondió: “La situación es grave, pero no es seria”. En Estados Unidos sí lo es, si entendemos “serio” como grave, pero no lo es bajo la ironía flaiana: sectores muy importantes de la sociedad han entrado en un nivel de delirio que raya lo paródico y hasta lo humorístico, aunque no por ello menos preocupante. Los últimos fines de semana, con el país todavía en shock y una caza de brujas fraguándose a marchas forzadas en redes y platós televisivos tras el asesinato del activista ultraconservador Charlie Kirk, los estadounidenses de a pie continuaron con sus actividades habituales de fin de semana con buen tiempo: partidos de deportes varios, barbacoas y eventos sociales o la misa de domingo para millones de cristianos. 

En el libro How Civil Wars Start, Barbara F. Walter, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de California, escribe: “He visto cómo comienzan las guerras civiles y conozco las señales que la gente pasa por alto. Y puedo ver esas señales emergiendo aquí a un ritmo sorprendentemente rápido”. Por su parte, el novelista y crítico canadiense Stephen Marche indica en su libro The Next Civil War: Dispatches From the American Future que “Estados Unidos está llegando a su fin, la pregunta es cómo”.

La normalidad cotidiana contrasta con el mensaje casi apocalíptico que escupen las pantallas: la nación estadounidense está más dividida que nunca y se extiende un clima de violencia política que campa a sus anchas. Indicadores, encuestas y estudios ad hoc calientan la fiebre especulativa. La frase “second American civil war” y variantes similares en ChatGPT arrojan cientos de análisis y artículos. La mayoría de los estadounidenses sigue creyendo que la violencia no es aceptable para conseguir objetivos políticos, pero han aumentado quienes no la ven tan problemática en determinadas circunstancias, especialmente entre los jóvenes y el espectro más a la izquierda. Finalmente, el año pasado, un estudio del Marist Institute for Public Opinion señalaba que el 47% de los estadounidenses creen que pueden vivir una guerra civil. 

Pero no: Estados Unidos no está al borde de una nueva guerra civil. Al menos no más cerca que ayer, que hace un mes, hace cuatro años o cuando Barack Obama llegó a la presidencia en 2009. Eso sí, la llegada de un afroamericano al Despacho Oval es el origen (contemporáneo) del descontento, aquel de una minoría blanca que cristalizó en el Tea Party, padre del movimiento MAGA que encontró en Trump a su mesías.

Un país violento

La violencia en Estados Unidos es una realidad dramática que ha ido a más en los últimos años. Todo se precipitó durante el intento de golpe de Estado del 6 de enero de 2021, protagonizado por huestes de MAGA y auspiciado por Trump y su entorno, incluyendo al propio Charlie Kirk. Su asesinato ha sido el número doce en una universidad en 2025, según el cómputo del Rockefeller Institute of Government, mientras que la base de datos K-12 contabiliza 148 víctimas en 173 incidentes sólo en escuelas. 

El de Kirk ha sido la última alarma de una larga lista. Antes, la speaker de la Cámara de Representantes de Minnesota, Melissa Hortman, y su marido, demócratas, habían sido ejecutados por un supuesto seguidor de Trump. También el senador estatal de Minnesota John Hoffman y su mujer sobrevivieron a un tiroteo en la puerta de su casa el pasado 14 de junio. En abril, un hombre prendió fuego a la residencia del gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro, con él y su familia dentro. Dos jóvenes judíos fueron tiroteados en Washington por un simpatizante de la causa palestina. Luigi Mangione, convertido ya en icono pop, ejecutó en plena Gran Manzana al CEO de la farmacéutica UnitedHealthcare. Trump sobrevivió a dos intentos de asesinato el verano pasado. Año y pico después de que un hombre casi mata en su casa al marido de Nancy Pelosi, entonces líder demócrata en la Cámara. Brett Kavanaugh, juez del Tribunal Supremo, también sufrió un intento de asesinato. En octubre de 2020 agentes federales desmontaron un plan de milicias extremistas para secuestrar y asesinar a la gobernadora demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer.

Después del asesinato de Kirk ha habido llamamientos de representantes de ultraderecha a una guerra civil. Marjorie Taylor Greene, congresista por Georgia, ha deseado un “divorcio nacional” entre estados republicanos y demócratas, emulando la intentona de los estados esclavistas del Sur que provocó la guerra de Secesión (1861-1865). De igual manera, ya en 2021, una encuesta del Centro de Política de la Universidad de Virginia arrojaba que el 52% de los votantes de Donald Trump y el 41% de los de Joe Biden decían estar “algo de acuerdo” en que era hora de afrontar una fractura que pusiera fin a la Unión.

Como reflejan los datos del FBI y el Departamento de Seguridad Nacional, los incidentes de terrorismo interno aumentaron un 357% entre 2013 y 2021. Según un estudio del Proyecto de Chicago sobre Seguridad y Amenazas, entre 2001 y 2024 hubo más de doscientas amenazas a congresistas denunciadas, con un repunte en los últimos dos años. La propia Barbara Walter señala que, desde un punto de vista académico, se puede hablar de un conflicto armado de baja intensidad cuando provoca al menos veinticinco víctimas al año. De ser así, Estados Unidos estaría ya sumido en ese conflicto, incluso desde su nacimiento.

No hay narrativa ni división existencial

Sin embargo, pese al aumento de la violencia y a los paralelismos que algunos expertos ven con la guerra de Secesión, no es la segunda vez que la sociedad estadounidense está dividida. Lo estuvo durante los años sesenta y setenta en la lucha por los derechos civiles o por la guerra de Vietnam. Tampoco es la primera vez que predomina la paranoia colectiva, como fue el anticomunista Red Scare del siglo pasado cuyo punto álgido fue el macartismo. Tampoco es novedad el desprecio abierto hacia el contrario político y que se torne en odio entre los extremistas. Generalmente, el extremismo político en Estados Unidos suele estar asociado a grupos ultraconservadores, armados y enfrentados a Washington. Si hay una explosión violenta, suele ser un pogromo racial, el último de ellos la masacre de Tulsa en 1921. Hoy en día falta una narrativa.

El politólogo de la Universidad de Chicago, Robert A. Pape, es de los que no ve un escenario bélico a corto medio plazo, pero sí cree que Estados Unidos ha entrado en una “era del populismo violento” y que la situación irá a peor. “La política estadounidense está en niveles históricamente altos de violencia, tanto en la derecha como en la izquierda, que han ido agravándose”, señalaba en 2024 en Foreign Affairs. Esta tendencia se debe, según Pape, a la transición de una sociedad de mayoría a minoría blanca: “El pánico y las quejas (reales e imaginarias) que han acompañado este cambio demográfico contribuyen a explicar el meteórico ascenso de Donald Trump, así como el mayor enfoque de ambos partidos en la inmigración”.

Es cierto que Estados Unidos está roto y la escalada de violencia nos retrotrae a los años sesenta y sesenta. Hay muchos puntos de fricción, desde lo económico hasta lo social, pasando por lo cultural, educativo e identitario. Aun así, estamos lejos de la situación que llevó a la guerra civil de 1861, donde la división era existencial: la cuestión no era tanto esclavitud sí o no, sino que, sin esclavitud, la sociedad agraria y latifundista del Sur dejaría de existir. La esclavitud había sido motivo de división durante cincuenta años: la crisis de Misuri de 1820, la crisis de anulación de 1832, la guerra con México, el Compromiso de 1850… El problema, como señaló Abraham Lincoln en su discurso A House Divided (1858), era que el país debía elegir entre ser una América con esclavitud o sin ella, pero las dos realidades no podían seguir conviviendo. Fueron los estados esclavistas los que cortaron por la vía de en medio, dando inicio al conflicto.

Esa división existencial no se da hoy. Tampoco hay una clara división geográfica como en el conflicto del XIX, lo que complicaría un escenario bélico con frentes definidos. Todos los puntos de fricción actuales traspasan los estados más allá de su afiliación política. Ante las advertencias sobre una inminente segunda guerra civil, la pregunta no es si la gente se odia, nada nuevo en cualquier país a lo largo del tiempo. Más bien, es si ese odio tiene su fundamento en los intereses sociales y económicos irreconciliables de grupos opuestos, fundamentalmente élites económicas, en una misma sociedad. Y no estamos ahí. No todavía.

Mientras especulamos con guerras civiles, Estados Unidos se degrada

Una segunda guerra civil en Estados Unidos es un tópico recurrente en la ficción especulativa. En la adaptación televisiva de la novela de Margaret Atwood, El cuento de la criada, la guerra civil se sugiere, pero la historia sucede a posteriori. Entendemos que algo ha precipitado la toma del poder de un grupo de fanáticos religiosos que han dado lugar a una nueva nación teocrática: Gilead. Algunas ansiedades actuales, en especial las que afectan a formas de masculinidad malentendidas, parecen estar presentes en la distopía de Atwood. Sin embargo, el enfrentamiento fue causado por una situación existencial: la urgencia demográfica. Para los creyentes, Dios ha condenado los pecados de la modernidad y las mujeres estadounidenses casi son incapaces de concebir hijos. Volver a una resistencia bíblica se antoja la solución. Más allá de las obsesiones de Elon Musk y compañía con la extinción de la humanidad (o de la raza blanca), el fenómeno de las tradwifes o la proliferación de nacionalistas cristianos (como Kirk), la sociedad estadounidense no está cerca del punto imaginado por Atwood. 

Por su parte, el director Alex Garland quiso espantarnos en el verano de 2024 con su versión de unos Estados Unidos en guerra. Civil War cosechó un éxito de público y crítica desigual, en parte por su propuesta y en parte porque las declaraciones y advertencias del propio director eran un sinsentido. En realidad, no es una película sobre una hipotética guerra civil estadounidense, sino una reflexión sobre la guerra misma. El filme pretendía erigirse en una metáfora sobre la situación de Estados Unidos, pero el contenido político brillaba por su ausencia. Esa alianza entre California y Texas frente a un supuesto presidente devenido en tirano desconoce el antagonismo entre ambos estados (amén de sus contradicciones internas, en especial en California). Además, el espectro político conservador-republicano es el que históricamente ha mostrado su aversión a un Gobierno federal fuerte, unitario, y a un presidente-dictador que use su poder para imponerse sobre los estados y el otro espectro político. Curiosamente, lo que vivimos ahora y que parece gustar tanto al movimiento MAGA como a lo que queda del Partido Republicano.

Otra referencia, quizá poco conocida, es la novela American War, del escritor canadiense de origen egipcio Omar El Akkad. Publicada en 2017 y ambientada en un futuro 2047, El Akkad plantea un escenario bélico en el que la ruptura sí es económica y culturalmente existencial: la prohibición del Gobierno federal de explotar y usar energías fósiles en un intento desesperado por paliar los efectos del cambio climático. La trama se complica, pero el punto de partida es la secesión de los estados del Sur/Golfo, que, pese a ser de los más golpeados por la crisis ambiental, prefieren ir a la guerra antes de renunciar a su principal fuente de subsistencia: el petróleo y derivados. Ante una Administración Trump 2.0 que ha hecho del “Drill (‘perfora’), baby, drill” un grito de guerra y un mandamiento económico e identitario frente a la energía verde, el paralelismo a la inversa entre la novela de El Akkad y la situación actual parece más adecuado.

En cualquier caso, la cuestión inminente no es si una segunda guerra civil es plausible o está cerca: es si la democracia en Estados Unidos ha llegado a su fin. El país ha entrado en una fase posdemocrática semejante a modelos como el de Rusia, Turquía, Hungría o incluso China, con el régimen de contrapesos, garantías y libertades básicas debilitado en lo que va de gobierno Trump 2.0. El presidente estadounidense está dejando ver sus dejes autoritarios a diario: desprecia las instituciones y “odia” a sus rivales, ha usurpado instituciones claves con personas leales a su figura y a los principios del movimiento MAGA, ordenó la ocupación militar de Los Ángeles o Washington, persigue rivales políticos y un largo etcétera. Incluso el influyente columnista liberal del New York Times, Ezra Klein, parece haberse convencido y ha exigido a todos, pero sobre todo al Partido Demócrata, que “deje de actuar como si esto fuera normal”. La pregunta es si la tendencia podrá ser revertida antes de que sea demasiado tarde.