Lo que comienza como el enésimo ejercicio de reivindicación feminista, con una maestra represaliada al campo por el sistema opresor, pronto deriva en otra cosa distinta. La primera escuela es un drama rural clásico que evita excesos lacrimógenos y lo compensa con la expresividad de unas imágenes capaces de exprimir, como el Ángelus de Millet, toda la belleza y dureza del campo.
La película, que llamó a las salas a más de 675.000 espectadores en Francia, sigue los pasos de Louise Violet (Alexandra Lamy), una maestra de París que llega a un alejado pueblo de la campiña. Tratando de ganarse al alcalde (Grégory Gadebois) y a los demás habitantes, Violet decide crear la primera escuela, aunque sea enseñando en el interior de una cuadra.
Ambientada en época de los comuneros de París, la película que ha realizado Éric Bresnard se interesa más por otras ideas sobre la ciudad y el campo. Esa idea crítica de país, henchida sin embargo de identidad cultural, genera cierta envidia por llegar al espectador despojada de aristas, pero sin simplismos porque no huele a represalia ideológica. Como transmite la maestra a los alumnos, Francia es un hexágono, que la cámara totalmente clásica de Bresnard retrata con ruda belleza, y la fraternidad se demuestra trabajando, no haciendo política.
Alexandra Lamy y Gregory Gadebois están excelentes, sobre todo el segundo, como la maestra y el hosco alcalde. Como cuento de heroísmo femenino La primera escuela -Louise Violet en la versión original, nombre de la protagonista- resulta nostálgica y evocadora, y como relato romántico roza cierta incorrección política. Sin anacronismos pero hablando en clave actual, la pelicula es tan académica, clásica y espojada de divismo -incluso en el retrato de ese «campo elevado»- que no tarda en convencer que quiere un espectáculo cómodo, pero no sentirse masajeado.