Si le quitamos la pompa, el público enfervorizado, los hospitalitys, los campos icónicos, los VIPs y las cámaras de televisión, el teclear de los portátiles de los redactores y el frenético ir y venir de todo el personal dedicado a hacer esta competición posible, ¿qué le queda a la Ryder Cup? Dos cosas: 98 años de tradición y honor. El honor de representar a tu país sin recibir nada a cambio. Esto último ya es historia. Malas noticias para la lírica. El dinero también puede comprar la Ryder. Al menos la parte americana.
Por primera vez en 45 ediciones, los integrantes del equipo estadounidense recibirán un estipendio más allá de la cantidad que ya se les asignaba para que donasen a una obra caritativa de su elección. La secuencia ha sido la siguiente: en la primera jornada de la anterior edición Patrick Cantlay juega sin gorra, algo atípico en un golfista profesional; Jamie Weir, reportero de Sky Sports, publica en Twitter que se ha producido una “fractura” en el vestuario estadounidense entre los que quieren cobrar por jugar y los que no, y que el outfit de Cantlay, en el primer grupo, es su forma de protesta; Cantlay asegura que el problema es que la gorra no se le ajusta bien; el padre de Xander Schauffele, íntimo amigo de Cantlay, asegura poco después de terminar el torneo que se están produciendo conversaciones sobre este asunto entre jugadores y PGA de América; en diciembre la PGA de América anuncia que cada jugador recibirá 500.000 dólares (unos 426.000 euros), 300.00 para obras caritativas de su elección (previamente eran 200.000) y otros 200.000 de libre disposición; Keegan Bradley, capitán del equipo este año, es preguntado por ello en su rueda de prensa de esta semana en Bethpage Black y asegura que se ha querido “adecuar la Ryder Cup al presente”.
Sea lo que sea que quiere decir esa afirmación en la cabeza de Bradley, de cara al público encierra toda la ironía de esta cuestión. Nadie se justifica cuando recibe su nómina a final de mes. Es un acuerdo por el que uno trabaja para otro que le paga por ello. Cuando aparecen ejercicios de contorsionismo como este, o el que han realizado varios de sus pupilos al anunciar que donarán su medio millón íntegro a fines solidarios (Cantlay y Schauffele entre ellos), cuando se procura camuflar la realidad, en este caso simple y llanamente, por lo que se ha ido publicando, que querían más dinero porque consideraban que la tarta había crecido mucho con el paso de los años y su porción se había quedado escasa, quizá es que haya algo que esté mal en todo esto. Lo que está bien no hay que explicarlo, se explica solo. Ejemplo cercano: nadie cuestionaba que 24 de los mejores jugadores del planeta se enfrentarán durante tres días cada dos años representando a Europa y Estados Unidos con un lugar en la historia de este deporte como única (que no una cualquiera) recompensa. Se entendía a la primera. El privilegio de poder hacer lo que miles sueñan hacer y no pueden era el pago por los servicios prestados, y así, para más inri, lo siguen entendiendo en el equipo europeo. “Creo que aquí creas experiencias que recordarás el resto de tu vida, y eso vale mucho más que un par de cientos de miles de dólares en tu bolsillo”, zanjó su capitán, Luke Donald.
Patrick Cantlay se dispone a jugar sin gorra su duelo de foursomes el viernes en la Ryder Cup de 2023. CARL RECINE
Es posible que el Hatgate de Cantlay, como se bautizó al otro lado del Atlántico, fuera simplemente una cuestión de tallaje erróneo. Pero, casualidad o no, dos años después se ha llegado exactamente al punto que Mike Weir anunció que como mínimo algunos querían llegar. Es un debate complicado, justo en la intersección entre el derecho legítimo de cualquiera a cobrar por su trabajo (y de aspirar a cobrar más cuanto mejor le vaya a su empleador gracias a su trabajo) y el derecho legítimo de cualquiera a pensar que el hecho de que un grupo de personas que este año, en ingresos exclusivamente relacionados con su labor en el campo, se han embolsado de media unos 12 millones de dólares (10,3 de euros), quiera rascar unos cientos de miles más tiene un nombre y se llama codicia.
Hay opiniones para todos los gustos. Lo que parece que finalmente se va a hacer, habrá que ver si en todos los casos, con ese dinero, lo describió Tiger así un día: “Tuvimos la misma conversación en 1999. No queríamos cobrar, queríamos más dinero para caridad, y los medios le dieron la vuelta y lo pintaron como que queríamos cobrar (…) La Ryder Cup ingresa mucho dinero, ¿por qué no podemos distribuirlo entre varios fines solidarios? ¿Qué hay de malo en que cada jugador reciba un millón y pueda distribuirlo entre varias organizaciones benéficas con las que colaboran?“. En principio nada. Pero si ese es el quid de la cuestión, ¿por qué no se ha planteado directamente así? ¿Por qué nadie ha salido a explicar que lo único que quieren los jugadores es ayudar a los más desfavorecidos? Con lo que se sabe hasta ahora, en el mejor de los casos huele a filantropía impuesta.
El problema, o lo que genera un problema de opinión pública en este caso, no es cobrar en sí, y de hecho el ‘extra’ que se ha aprobado es calderilla en comparación con las cifras que se manejan en este deporte desde la irrupción del LIV. El problema es pedirlo. Lo expuso de forma meridiana esta semana Brandel Chamblee en Golf Channel: “Querer cobrar por el privilegio de representar a tu país es antitético al honor de poder hacerlo”. El mundo no se acabará en esos cheques. Ni siquiera la Ryder. Pero esto supone un dardo directo a su corazón.
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