• Traducción: David Cuscó
  • Editorial Flâneur
  • 240 páginas
  • 20,90 euros

Ver a los padres cómo envejecen, como poco a poco se van derrumbando y haciendo vulnerables, como son aplastados por el peso de una roca cada vez más enorme de achaques y dolencias, debe ser una de las experiencias más bestias que puede vivir un individuo durante la segunda mitad de su vida: porque te confirma la fragilidad de todo, porque ves sufrir y sentirte mismo te acerca hacia una vulnerabilidad y una desaparición cada vez más cercanas. Esto es así, claro, sólo en las familias en las que los padres han cumplido con su deber como padres y en las que los hijos ejercen de hijos. Es el caso de Herman Roth, judío de Newark, hijo de inmigrantes, viudo, vendedor de seguros jubilado, y de su hijo Philip, escritor.

¡Y qué escritor! Philip Roth fue –que la frase suene como un lugar común publicitario no la hace menos exacta– uno de los mayores novelistas de la literatura norteamericana del siglo XX, que es como decir de la literatura mundial del siglo XX. También es uno de los que se tomó (concibió) su obra literaria de una forma más intensa y radicalmente personal. La materia prima de las novelas de Philip Roth fueron su experiencia individual –su condición de judío militantemente americanizado, su relación fanática con la escritura, su pasión por las mujeres– y los hechos de la historia moderna de EEUU –antisemitismo, guerra fría, Vietnam, contracultura, neopuritanismo moralista de los años 90–.

A Patrimoni, una especie de memorias centradas en los últimos años de vida de su padre, todo esto también está ahí. Pero lo que sobre todo hay, más intensificada que nunca, es la concepción que Roth tenía de la literatura como la expresión descarnadamente personal de un individuo y de su visión del mundo, de su sentido de la moral, de su lugar en la sociedad y la historia, de su sentido de comunidad, de sus vínculos con los demás y de su doble capacidad para nada solo, nada solo, sólo para recordarse, que a la vez recordar. «Para nuestra familia, los vivos y los muertos»: es la dedicatoria que encabeza el libro y ya nos da el tono, el temple existencial y la precisa y desnuda potencia que lo recorren de cabo a rabo.

Un ejercicio literario y humano majestuoso

Publicado originariamente en 1991, justo antes de que Roth iniciara una de las rachas creativas más formidables jamás vistas en un novelista (Operación Shylock, de 1993, El teatro de Sabbath, de 1995, La pastoral americana, de 1997, Me casé con un comunista, de 1998, y La mancha del hombre, de 2000), Patrimoni es un ejercicio literario y humano majestuoso, donde conviven la impudicia y la ternura, la devoción y el horror, los afectos y la fisiología, la lealtad dirigida de un hijo dispuesto a hacer lo que le corresponde y el desconcierto de un padre que cada vez puede hacer menos cosas, la recreación evocadora de un proceso pleno y evocador de un pasado terminal. Con una prosa dinámica y musculosa, atravesada de ideas morales y de una sensorialidad vivísima, Roth narra la enfermedad y el dolor de su padre (un tumor cerebral masivo) con una crudeza sin concesiones, pero también con una vitalidad que casi logra hacer la muerte inconcebible.

La sorpresa imprevista y horripilante de los primeros síntomas, el diagnóstico pesimista, las regulares visitas al médico, la gestión mental y anímica de la novedad, la adaptación progresiva a la nueva situación, los estragos de la enfermedad… Todo esto es lo que Roth relata, pero ésta es sólo la superficie médica del asunto. Cada escena, desde una conversación telefónica banal sobre béisbol entre padre e hijo hasta las idas al cementerio a visitar la tumba de la madre muerta, pasando por la operación de limpieza del lavabo después de que el padre (que ya no ve) le haya dejado lleno de mierda, se elevan hasta convertirse en monumentos de hombre. No me parece exagerado afirmar que Patrimoni es la obra maestra de un escritor colosal que aquí pone todo su talento al servicio, no tanto de la ambición literaria, sino de la voluntad de explicar a todo el mundo que su padre era un buen hombre y que él –el escritor libre y escandaloso, el hombre polémico e insaciable– se ha esforzado siempre por ser un buen hijo.