No podemos escapar a la idea de que algo anda mal entre el público. De que este piensa de forma incorrecta o de que, tras enfrentarse a una obra, alcanza conclusiones que no son adecuadas. En los círculos literarios, especialmente en aquellos más jóvenes que se reúnen en redes sociales, se utiliza el concepto de «media literacy» (cultura audiovisual) para discutir la sensación de que el problema está en la educación; para establecer que lo que sucede es que los lectores no disponen de las herramientas adecuadas para poder examinar correctamente sus lecturas. 

En los canales dedicados al cine, se hace lo mismo con el «tiempo medio de atención» y el modelo de la «doble pantalla» para apuntar a que los espectadores actuales no son capaces siquiera de concentrarse en exclusiva en una película.

Dentro de la crítica y el análisis audiovisual se estudia al público desde tres puntos de vista diferentes que llegan a conclusiones muy distintas sobre por qué la audiencia tiene evidentes dificultades para interpretar la cultura en las dimensiones que van más allá de lo literal. 

Los exámenes más individualistas culpan al propio espectador por su falta de compresión, argumentando que la audiencia no quiere esforzarse ni dedicar demasiado tiempo a pensar en lo que ha experimentado. De esta forma de razonar surgen lecturas como la de que el público «quiere todo fácil» o la de que hay obras de diferentes categorías —alta y baja cultura, por ejemplo— que no son para todo el mundo.

Un acercamiento más social apunta a que el entretenimiento está tan presente en nuestras vidas que es capaz de actuar como ruido de fondo, convirtiéndose en algo tan ubicuo que escapa a nuestra atención. Si trabajamos con música, acompañamos cada cena con una película y vemos un maratón de series cada fin de semana, es natural que no tengamos ni tiempo ni disposición para implicarnos con aquello que quieren transmitir. 

Además, está el cansancio; la falta de oportunidades para dedicarnos de verdad a nuestras aficiones o relacionarnos con aquellos amigos con los que podríamos discutir sobre cultura y arte.

Sin embargo, quizás la base de la cuestión no esté en la falta de reflexión sino en el exceso. Es posible que estemos intelectualizando todo demasiado. Para muchos analistas, el problema de una audiencia que ha crecido buscando fallos de guion, analizando arcos de personajes o pendiente de los «10 detalles increíbles escondidos en el tráiler» no está en el pensar sino en el sentir. 

En entender el cine, la literatura o la televisión como algo que, en primer lugar, debe inspirarnos y despertarnos emociones. Una experiencia en la que el disfrute está en dejarnos llevar. Precisamente aquello a lo que nos obliga una película como Tenet.

El director del ahora

Christopher Nolan es un director contradictorio y son precisamente estas contradicciones las que conforman la estructura de la mayoría de su obra. Al inicio tenemos la lógica; la ciencia sólo aparente. Las explicaciones extenuantes que se han convertido ya en una crítica habitual. 

Durante la primera parte de Interstellar los científicos protagonistas se explican unos a otros el funcionamiento de la gravedad, la teoría alrededor de la curvatura del tiempo y la estructura de un agujero negro, con el objetivo de que el público tenga la sensación de estar presenciando una obra de ciencia ficción dura, más cercana a Asimov que a humanistas como Le Guin. 

Pero es al final que entendemos que todo esto no importa. La ciencia solo es algo estético. La clave narrativa también está al inicio pero no se menciona. Es la conexión —el amor— entre Cooper y su hija, capaz de mantenerse firme más allá de la influencia del espacio y la física.

En Origen y Oppenheimer pasa algo similar. En la película protagonizada por DiCaprio la dupla de personajes conformada por Ariadne y Arthur tienen múltiples escenas en la que ella sirve como una representante del público con la capacidad para hacer las preguntas pertinentes en relación al funcionamiento del universo. Por su parte, en Oppenheimer la ciencia se habla, se ve y se siente

La manera en la que el personaje de Cillian Murphy ve la física como algo colindante al arte se establece en los primeros diez minutos. Pero, de nuevo, todo esto es ambientación. Un acompañamiento estético para lo que después es un salto de fe. El tema central en Origen es la manera en la que la pérdida nos desconecta de la realidad. En el biopic, la arrolladora llegada de unos tiempos post-modernos en los que la verdad es ambigua y el movimiento constante.

En este sentido, Tenet es la película más fiel al espíritu de Nolan. Aunque la propuesta del director es absolutamente fantasiosa —se trata de una cinta de acción donde el movimiento es el foco—, en su primer tercio tenemos una escena en la que Clémence Poésy, vestida con bata blanca, nos habla de guerras del futuro, de algoritmos y de un tiempo que puede discurrir a la inversa. Lo único importante es la imagen: la bala que regresa al cargador.

Es lo que necesitamos para entender cómo funciona la nueva realidad que enfrenta El Protagonista y para contextualizar su mensaje, su conclusión. La idea de que la amistad (y el amor) puede funcionar en diferentes tiempos porque el inicio y el final son solo circunstancias menores.

La contradicción que atraviesa la obra de Nolan es la contradicción del presente. La lucha entre las obligaciones con nuestra identidad y los requerimientos de conectar con los demás. La necesidad de agarrarnos a lo terrenal, a lo que podemos entender y explicarnos de forma constante frente a la obligación de sentir; de entender que hay algo más allá de nosotros que nos conecta con otros seres humanos.

Son películas que explican lo banal; lo superfluo, y esperan que sintamos lo importante. Lo que hay más allá. Pero esto no es tan sencillo. Nolan entiende el lugar que es el presente pero no a su audiencia. No comprende los peligros de tratar con un público literal.

Sobre cómo dejé de preocuparme y abracé la diversión

A diferencia del resto de películas de Nolan, Tenet llega a un punto de no retorno. Si en Interstellar la ciencia puede acompañar el viaje hacia aquellos a quienes amamos y en Oppenheimer es la física la que marca el antes y el después en el mundo que ya no deja de moverse, en Tenet encontramos el muro que conforma su paradoja

Porque, como todas las historias que lidian con viajes en el tiempo, Tenet requiere de un salto de fe por parte del público para poder seguir hacia delante, especialmente porque su guion no intenta esconder el sinsentido.

Si vemos Tenet como espectadores atentos, si prestamos atención a lo que dice el personaje de Clémence Poésy e intentamos comprender cómo funciona la «pinza» que describe varias veces el de Aaron Taylor-Johnson, es fácil que acabemos frustrados. 

Hay que revisionar Tenet, no para entenderla mejor sino para dejar de comprenderla en su totalidad. Para que funcione como puerta a negar la interpretación, a dejar de ver el arte como algo que debe tener un sentido estricto y entenderlo en la manera en la que consiga despertar nuestra curiosidad. 

Con su necesidad de dar constantes explicaciones Nolan ahonda en la necesidad malsana de la audiencia por entenderlo todo, por encontrar sentido a cada uno de los elementos en pantalla y por pegar constantemente la narrativa a la literalidad. En contraposición, sin embargo, también nos da un bálsamo. Y no podemos pasarlo por alto.

No podemos escapar a la idea de que hay algo mal entre el público. Quizás es que hemos dejado de relacionarnos de forma sensible con lo que vemos y leemos. 

En Contra la interpretación, Susan Sontag afirmaba que reducir la obra a su significado supone domesticarla y Tenet es una obra que funciona mejor cuando camina salvaje. Cuando aceptamos el juego, cuando dejamos libre la imagen. Cuando vemos la acción como una danza y la narrativa, en este caso, como la música que la acompaña.