La serie Poquita fe había sido una de las grandes sorpresas de 2023. A priori era una serie pequeñita: sin grandes alardes de producción, anclada en el costumbrismo, con interpretaciones comedidas y unos episodios que duraban menos de 20 minutos. Pero, con su radiografía de la gente normal, consiguió ser grande: los Feroz y los Ondas la declararon como la mejor comedia de la televisión, la Unión de Actores reconoció el trabajo de Pilar Gómez y Jorge Basanta, y el sindicato de guionistas Alma premió a Pepón Montero y Juan Maidagán. Se había conseguido hacer un hueco en la conversación.
Como admirador de la serie, al tener los episodios disponibles de la segunda temporada, tenía ese eterno temor: el de encontrarme una serie inferior como si los primeros episodios hubieran sido una anomalía. No era falta de confianza sino que, por lo general, me parece extraordinario que existan personas capaces de provocar carcajadas a voluntad. Y es que una cosa es intentar hacer pasar un buen rato al espectador, esbozar alguna sonrisa, pero otra es ir a por el ataque de risa con la construcción de los chistes. Montero y Maidagán, desde la modestia, tienen este don.
El gag del piso ‘coqueto’ es hilarante.Jau Fornés
La segunda temporada de Poquita fe muestra cómo José Ramón y Berta, los personajes de Raúl Cimas y Esperanza Pedreño, se quedan sin casa. Es la problemática candente del presente: la imposibilidad de alquilar o comprar una vivienda digna. Y, a la espera de que quede libre el piso de un amigo, que está esperando a que su madre muera para alquilarlo, se instalan en casa de los padres de ella (María Jesús Hoyos y Juan Lombardero). La convivencia, por supuesto, no será fácil, sobre todo teniendo en cuenta que los protagonistas llevan a cuestas con la mudanza su propia crisis de pareja.
El secreto de la serie consiste en cómo combina gags y el presente. Montero y Maidagán, que nunca miran a los personajes por encima del hombro (ellos siempre reivindican que, en el fondo, todos somos José Ramón y Berta), saben interpretar el entorno y encontrar lo hilarante de la vida cotidiana. Ideas tan sencillas como esa cisterna del váter que hace un ruido espantoso, lo sepulcral de los barrios residenciales o esas llamadas de cortesía con familiares con problemas de sordera son oro en manos de los guionistas.
También entienden las dinámicas sociales, conyugales y familiares. No existe ninguna escena en casa de los padres de Berta que no toque la tecla adecuada sobre cómo funcionan las relaciones familiares, cómo se enquistan y los roles que interpreta cada uno. En el frente de las amistades, sólo hay que ver los intercambios entre Esperanza Pedreño y Pilar Gómez. Según el personaje con el que se empatiza, sirve como denuncia del narcisismo de ciertos individuos o de hasta qué punto se mantienen amistades aburridas.
Sin embargo, Poquita fe no tiene suficiente con ser divertida sino que entiende que, más allá de entrar en el costumbrismo, puede radiografiar el presente. No es casualidad que los padres de Berta estén a años luz económicamente de sus hijas, de vidas precarias, a pesar de que Berta y José Ramón tienen un trabajo estable. Aparte de la crisis de la vivienda, que se ejemplifica con un fantástico gag en un piso minúsculo durante una fiesta, se denuncia el inhóspito urbanismo residencial, la turistificación de las ciudades o la capacidad de la ciudadanía de aprender a convivir con el fascismo.
¿De qué lado estás?Jau Fornés
Es significativo que, mientras en la anterior temporada los dos protagonistas se horrorizaban ante un retrato de Franco, ahora un personaje mire con tedio cómo un nazi es incapaz de pintar una esvástica en la pared de delante del portal. Los tiempos que corren.