El mundo de los toros es único, fascinante, extraño, difícil, cruel, capaz de llevarte del infierno al cielo o, de pronto, devolverte de lo más alto a la nada. Detrás de cada animal que cruza los toriles para entregar su vida en el ruedo —acto que atormenta a quienes no entienden el significado de la tauromaquia, que creen mil mentiras y las toman como verdades— late una realidad incuestionable: por cada toro lidiado, nueve viven en libertad en el campo. Un espacio que los ecologistas urbanos —esos prohibicionistas de escritorio— jamás pisan, porque desconocen el equilibrio natural de las cosas. Se quedan únicamente en la sangre que hiere sus frágiles sensibilidades y prefieren eliminar al toro bravo del planeta antes que conocerlo y respetarlo.

En este mundo donde no siempre dos más dos suman cuatro, tarde o temprano quien pone a todos en su sitio es el toro. Funcionar como torero es una empresa casi imposible: hace falta valor, técnica, personalidad, carisma, arte, vocación, capacidad de sacrificio y, además, estar dispuesto a morir. Y aun con todo eso, no basta. Se necesita suerte: que en la plaza grande toque el toro propicio, que el matador lo entienda y lo lidie bien, que la espada no falle, que el puntillero no lo levante, que la emoción prenda en el tendido, que el juez tenga sensibilidad y que los trofeos se otorguen en justicia. Después, que la repercusión mediática sea favorable y que las empresas correspondan. Sólo entonces, con el nombre encendido en la boca del público, los aficionados volverán a comprar un boleto para verte.

El domingo pasado, Ernesto Javier Calita, líder del escalafón nacional desde hace algunas temporadas, volvió a escribir una de esas páginas que dan sentido a toda una vida. Matador que por casi una década sufrió el desprecio y el olvido empresarial, que se aferró a su sueño de manera casi irracional cuando parecía imposible, que nunca bajó la guardia y siempre estuvo preparado, encontró la oportunidad, la tomó con fuerza, triunfó y asumió la responsabilidad. Desde entonces su carrera ha sido una línea ascendente, no sin tropiezos, pero firme.

Hace algunos años, estando en gran momento, sufrió una de las semanas más duras: tres avisos en la Plaza México y, a la semana siguiente, la misma historia en Guadalajara. Las dos plazas más importantes del país. Fue un golpe devastador, y sobre él cayó con dureza un sector del público, de la prensa y del propio medio. ¿Qué hizo? Redoblar el esfuerzo, aprender de los errores, prepararse más, no bajarse del carro.

Las temporadas siguientes fueron internacionales. El año pasado firmó una actuación seria en Madrid, y su paso por las plazas ha sido triunfal. La deuda con aquella tarde oscura en La México estaba saldada; quedaba pendiente Guadalajara. El pasado domingo, ante dos grandes toros de Ordaz, el mexiquense de sangre sevillana firmó una de sus más grandes tardes como matador: un triunfo rotundo de cuatro orejas y un rabo a un lote excepcional del hierro queretano que hoy da mucho y bien de qué hablar.

No había margen de error: ante toros de nota mayor, o se está a la altura o se naufraga. Calita respondió como responden los toreros importantes en las tardes clave: con brillantez, en la Perla Tapatía, en la plaza donde se lidia el toro más serio de México, frente a un público conocedor y exigente como pocos.

El toro le dio revancha. En el sorteo le tocaron dos astados de bandera que podían significar la gloria o la ruina. Su preparación, su determinación y su ambición lo llevaron al triunfo clamoroso. Y junto a los hermanos Ordaz, que paso a paso consolidan su proyecto ganadero, la tarde se convirtió en un canto a la grandeza de la tauromaquia.