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Con este texto acompaño a la periodista mexicana Sandra Romandía. No solo porque forma parte de mi red profesional, sino porque su más reciente libro, Testigos del horror, es un acto de valentía periodística, de rigor en condiciones extremas y, también –aunque menos visible– de resistencia emocional. Al sumergirse en los márgenes de lo que reveló el rancho Izaguirre, en Jalisco, Sandra rebasó los riesgos habituales que ya ha enfrentado frente a grupos de poder, y esta vez puso en juego también su estabilidad interior. 

La investigación parte del hallazgo del rancho en Teuchitlán, desde el que colectivos de madres buscadoras difundieron fotos desgarradoras de cientos de zapatos que hacían pensar en Auschwitz. El sitio fue descrito oficialmente como campo de entrenamiento del crimen organizado, pero los colectivos lo calificaron como un campo de exterminio. La inquietud lógica periodística sería determinar cuál de las versiones es cierta, pero Romandía optó por otro camino: mostrar el alcance del problema, no solo el perímetro del rancho. La ropa, los restos óseos, los objetos abandonados no son la evidencia de una pesadilla contenida en una hectárea, sino rastros de una descomposición sanguinolenta extendida en el cuerpo social.

Sandra recogió testimonios de madres buscadoras, vecinos, desertores, sicarios activos y arrepentidos, taxistas, sobrevivientes y víctimas colaterales con los que recogió historias que van desde gotcha con bolas congeladas hasta desmembramientos completos, pasando por voluntades rotas, almas en el infierno y hasta tráfico de órganos infantiles.

Avanzar por la primera parte del libro es hundirse en un pantano. La autora no edulcora nada. La crudeza de las escenas –que por momentos a mí me recuerda a la versión más sombría de Pierre Lemaitre o al horror japonés– no es literaria: es real. El lector apenas roza lo que la autora debió procesar. 

Terminar esa parte del libro es desafiante para espíritus sensibles, pero luego hay otro horror, no menos perturbador, pero quizá más complejo porque es el vórtice del que se vomita el anterior. Se trata del sistema. No del sistema político, jurídico, policial. Esos también, pero sobre todo, el sistema de la desaparición forzada, el reclutamiento y la anomalía como elementos de una maquinaria funcional, mucho mejor organizada, por cierto, que las instituciones que deberían garantizar seguridad. 

Izaguirre no es el horror, es un botón de lo que Sandra llama “el modelo de logística criminal” arraigado profundamente más allá de Jalisco, como lo demuestran sus datos sobre campamentos clandestinos detectados y asegurados por las autoridades; como lo corroboran sus registros de expropiaciones, como lo evidencian los datos oficiales a los que tuvo acceso para mostrar que el fenómeno tiene, al menos, 10 años.

Y no son solo testimonios. Sandra junta evidencia por todos lados: reportes de inteligencia, estudios académicos, investigaciones civiles. Hay literatura especializada, kilos y kilos (o gigas y gigas) de trabajo periodístico coyuntural, archivos fotográficos, registros públicos y fotos satelitales. A todo eso alude la periodista en la segunda parte del libro, para eliminar cualquier margen de duda: el rancho Izaguirre no es una ficción montada por intereses perversos. Si hay montaje, es el del encubrimiento. Y aún si el rancho desapareciera de la narrativa, la evidencia restante bastaría para mostrar lo esencial: no estamos ante un campo, sino ante un sistema de exterminio.

Esta columna es un reconocimiento. Porque sé lo que significa asumir un riesgo así sin red. Porque en un entorno donde abundan la desmemoria, la fatiga y el acoso al periodismo, Testigos del horror se levanta como un acto de valor y una prueba irrefutable de que no hay “otros datos”. Esto es lo que hay.

Quien se atrevió a ponerlo por escrito no sólo merece respeto. Merece respaldo y compañía porque, en aras de la verdad, se echó a cuestas el horror. ~

Nota: El libro se presenta este 2 de octubre en Madrid, España, en Café Libertad 8 a las 17:30h