Ha muerto Pablo Guerrero. Ha muerto un músico extraordinario, un gran poeta y, sobre todo, ya echamos de menos a un hombre que hizo de la bondad, de la humanidad y del compromiso los puntos cardinales de todos sus actos. Lo he visto asiduamente … en el bar Los Poetas. Allí escribía, tomaba café, charlaba con sus amigos. Era el santuario humilde de una persona humilde. El último santuario de la leyenda del barrio de Saconia.
Pablo Guerrero perteneció a una época en la que Saconia fue el centro de muchas cosas en Madrid. El centro de la poesía y de la lucha antifranquista. Allí vivió Blas de Otero, Juan Margallo y Petra Martínez, y un poco más cerca de la Dehesa de la Villa, en la calle María Auxiliadora, Pepe Caballero Bonald y Francisco Brines. En los tiempos heroicos, en aquellos en los que ni siquiera tenían línea de teléfono, ellos se dedicaban a conspirar en las tabernas y al oscurecer se marchaban a las asambleas de la Complutense recorriendo senderos por los que evitar la vigilancia a los que les tenía sometidos la policía. Saconia entonces era conocida como Rojonia, el barrio de los rojos, donde se adoraba de tal manera la figura de Antonio Machado que le pusieron su nombre a la calle principal.
Pablo Guerrero fue un extremeño que llevó Extremadura a su música y a su poesía. Integrante de lo que se denominó como el movimiento folk, supo introducir elementos del folclore extremeño en su manera de hacer música y llegar a una hibridación con el folk norteamericano (Bob Dylan, Joan Baez y sobre todo Leonard Cohen), el flamenco o el jazz. Fue uno de los músicos más aclamados del último franquismo y de la Transición y temas suyos como ‘A cántaros’, ‘A tapar la calle’ o ‘Paraíso ahora’ se convirtieron en verdaderos himnos generacionales. Su actuación en el teatro Olympia de París en 1975, de la que saldría el disco ‘Pablo Guerrero en el Olympia’, se convirtió no solo en un acto cultural de primer orden sino en uno de los LPs más vendidos en aquella década.
Su voz de entonces resulta inolvidable. En ella palpitaba la tierra y los hombres que trabajaban la tierra, el eco de los patios extremeños y una historia llena de heridas y esplendores. Siempre tuvo una personalidad fuera de lo común y su música partió, como diría su querida María Zambrano, de la aventura de escuchar. Él, que había estudiado literatura, supo escuchar a los poetas y volverlos canción: Alberti, Miguel Hernández o Valente, Neruda, Blas de Otero y Cernuda. La poesía que tanto amó y que tanto empeño puso en que fuera amada, la poesía con la que trató de iluminar aquel tiempo convulso del que supo extraer los acordes de la conciencia civil.
Para Pablo Guerrero no había otro objetivo que crear las condiciones para habitar el mundo. Su anhelo siempre fue buscar la armonía. Por eso no es extraño que tanto su música última como su poesía, su extraordinaria poesía que la editorial Abada reunió hace poco, buscaran la espiritualidad y el don de mirar las cosas como manifestación de lo sagrado. Para él buscar la belleza de una flor, de un árbol, de un paisaje, del mar eran símbolos por los que acceder a una felicidad, a una dicha. Los poemas de Pablo Guerrero nos consuelan y nos dan paz, nos sanan y nos salvan.
Quien haya estado a su lado, quien haya conversado con él sabe a lo que me refiero.
Ahora, por eso, decimos adiós al hombre y nos quedan sus símbolos. El ejemplo de su bondad, su forma humilde de acercarse al misterio de la realidad y el respeto por todo lo más humilde porque ahí estaba para él el futuro, la filosofía del mundo que debe esperarnos, la lluvia a cántaros que debe limpiar el mundo de nuestros días.