En el mundo del automovilismo hay momentos que trascienden la competición. Uno de los más emblemáticos se vivió el 15 de mayo de 1988 en el Gran Premio de Mónaco de Fórmula 1.
Aquella tarde, Ayrton Senna vivió algo que cambiaría para siempre su relación con la velocidad, la fe y consigo mismo. Fue un episodio de comunión espiritual al volante que, según sus propias palabras, lo llevó «más allá de los límites de la consciencia».
Durante los entrenamientos oficiales de aquel Gran Premio, Senna logró una de las poles más legendarias de la historia de la F1. Su tiempo fue de 1:23.998, 1,4 segundos más rápido que el de su compañero Alain Prost, una diferencia sin precedentes entre dos pilotos del mismo equipo.
«Corría más y más deprisa en cada vuelta. Ya había conseguido la pole por unas décimas, luego por medio segundo, después por casi un segundo y, al final, por más de un segundo», explicó Senna.
«En aquel momento me di cuenta, de repente, que estaba pasando los límites de la consciencia», sentenció el brasileño relatando aquello como un trance.
Ayrton sintió que el circuito se convertía en un túnel, que su coche y él eran uno solo, moviéndose con una precisión imposible.
«Fue una experiencia espantosa. Me di cuenta de que aquello era demasiado. Fui despacio hacia boxes y me dije que ese día no regresaría a la pista. Deliberadamente, no volví a permitirme llegar tan lejos».
Accidente histórico
Al día siguiente, Senna dominó la carrera desde el principio, abriendo una distancia de más de 50 segundos sobre Prost. El brasileño tenía el control absoluto.
Sin embargo, la presión psicológica de su compañero francés surtió efecto: Prost comenzó a recortar diferencias, obligando a Senna a acelerar aún más, hasta que en la vuelta 66 cometió un error en la curva de Portier y se estrelló contra las barreras.
Aquella colisión no fue un simple fallo de pilotaje para Senna. «El accidente me dio mucho que pensar, me hice muchas preguntas«, aseguró.
«Era el resultado de una lucha interna que me paralizaba y me convertía en invulnerable. Tenía un camino hacia Dios y otro hacia el diablo. El accidente sólo fue una señal de que Dios estaba allí esperándome para darme la mano«, concluyó la leyenda de la F1.
Aquel día, Ayrton Senna se encontró con sus propios límites. Para un hombre profundamente creyente, aquel episodio se convirtió en un punto de inflexión. Sintió la presencia divina de forma tan poderosa que reconoció haber salido reforzado espiritualmente.
Ayrton Senna accidentado en el trazado de Mónaco 1988
El Rey de Montecarlo
Pese a aquel abandono, 1988 fue el año de la consagración definitiva de Senna. Ganó siete carreras más y se proclamó campeón del mundo por primera vez.
Aunque aquel accidente en Mónaco pudo ser un golpe devastador, el brasileño forjó a partir de entonces una relación única con las calles del Principado.
En los años siguientes, Senna convirtió Mónaco en su santuario personal. Allí fue donde construyó su leyenda. Entre 1987 y 1993, sumó seis victorias en Montecarlo, un récord que sigue vigente y que lo coronó como el indiscutible «Rey de Mónaco».
La revancha de 1989
Un año después de su error, Senna regresó a Mónaco con sed de redención. Volvió a superar a Prost en clasificación y dominó la carrera de principio a fin, cruzando la meta con 52 segundos de ventaja.
Incluso admitió que durante gran parte del gran premio compitió sin la primera y la segunda marcha, demostrando su extraordinaria capacidad de adaptación.
La perfección de 1990
En 1990, Senna logró algo que muy pocos han conseguido en la historia de la F1: una victoria con Grand Chelem, es decir, liderar todas las vueltas, salir desde la pole y marcar la vuelta rápida.
Lo hizo en Mónaco, el trazado más exigente del calendario, consolidando su estatus como el piloto más dominante del circuito.
El regalo de 1991
La victoria de 1991 tuvo un valor especial para Senna. Compitió con el coche de repuesto tras problemas en la vuelta de calentamiento y venció de forma incontestable.
Aquel triunfo fue un regalo que dedicó a su madre, pues se celebró en el Día de la Madre.
El duelo de 1992
Senna protagonizó una de las batallas más recordadas de Mónaco, resistiendo el asedio del Williams de Nigel Mansell durante las últimas vueltas.
El brasileño aguantó con maestría las embestidas del británico, cruzando la meta en primer lugar y regalando a los aficionados una de las defensas más memorables de la historia.
Ayrton Senna y Ron Dennis, en la última victoria del brasileño en Mónaco
Reuters
La última victoria
En 1993, Ayrton logró su sexta y última victoria en Mónaco. Partió tercero en la parrilla, por detrás de Prost y Schumacher, pero la fortuna y su pericia le llevaron a lo más alto del podio.
Durante los entrenamientos había sufrido un accidente que le dejó una mano lastimada, pero eso no lo detuvo. Con esta victoria, superó el récord de Graham Hill y grabó su nombre con letras doradas en las calles del Principado.
Hablaba con Dios
Más allá de sus hazañas en Mónaco, la figura de Ayrton Senna trascendió lo deportivo. Su conexión con la espiritualidad lo hizo único.
Leía la Biblia con frecuencia y sentía que nunca estaba solo en el coche, porque Dios estaba con él. Incluso Alain Prost, su eterno rival, llegó a declarar: «Él tiene a Dios en el coche con él».
Poco antes de su trágica muerte en Imola, Senna compartió con su hermana que había leído un versículo que hablaba del mayor regalo de todos: la presencia de Dios.
No se consideraba inmortal, pero sí guiado por la fe, lo que lo llevó a tomar decisiones que para muchos parecían arriesgadas, pero que para él eran parte de un propósito mayor.
Senna no solo fue un ídolo por su talento. Tras su fallecimiento se supo que había donado 400 millones de dólares de su fortuna a causas sociales, sobre todo a la infancia más desfavorecida de Brasil.
Su legado continúa hoy gracias a su hermana Viviane, quien preside el Instituto Ayrton Senna.
Ayrton Senna murió el 1 de mayo de 1994, con 34 años, tras un accidente en el circuito de Imola. Pero su alma sigue viva en cada curva de Montecarlo, el lugar en el que sintió que Dios le hablaba.