En Zúrich, en Ruanda o en el fin del mundo, el deporte asiste al imperio de un ciclista legendario y único. A la meta en el centro de Kigali, en el África profunda de Ruanda, llega balanceando los brazos Tadej Pogacar, sus mechones rubios, … su maillot verde de Eslovenia, el cuerpo enjuto que trasluce las costillas, piernas con pólvora y una sonrisa contagiosa. Es el Pogacar estelar, el que convierte gestas de otra época en la normalidad de la victoria. Otra vez campeón del mundo después de descuartizar al pelotón, de hundir en la miseria a un colosal Remco Evenepoel, medalla de plata.

De nuevo en la larga distancia, un cohete que se ve venir, a 105 kilómetros atacó Pogacar para coronarse con su segundo maillot arcoíris. Juan Ayuso, el mejor español, quedó lejos, octavo, porque lejos están todos de este fenómeno sin comparación posible.

Remco Evenepoel quiere desaparecer cuando las cámaras lo enfocan y captan su desolación. Sentado en el asfalto, sin quitarse las gafas para que no se vean las lágrimas que asoman al rostro, el belga es la imagen de la rabia. Se ha pasado el día en persecución, cambiando de bicicleta, a la contra, en una carrera formidable que enfoca su gen competitivo de campeón y solo un gigante como Pogacar ha impedido su victoria.

A Evenepoel no le seduce la plata, le sabe a nada después de doblar el pasado domingo al esloveno en la contrarreloj. En el Mundial de ruta no se pueden hacer más por ganar, ofrecer más motivos para la lucha, ser más combativo y dar la vuelta a una carrera. Dos veces sustituyó su bici, tres veces lanzó puñetazos o patadas al aire, y nunca desistió en su empeño de capturar a Pogacar.

El esloveno diseñó su nuevo éxito en el punto donde todos sus rivales sabían que lo ejecutaría. El Monte Kigali con su muro empedrado y rampas al 20 por ciento, un apéndice aún más demoledor en el circuito ya exigente con sus repechos de adoquines, las subidas al centro de la ciudad, que convirtieron el Mundial en una escabechina sin precedentes. Solo acabaron 29 corredores.

Donde más dolían las piernas a los ciclistas, atacó Pogacar sin mirar el reloj. Faltaban 105 kilómetros. A su rueda se fue, optimista y valiente, Juan Ayuso, el español al que el esloveno ha desplazado del equipo UAE. Y con ellos, el tercer invitado del grupo de Matxín, el mexicano Del Toro.

Lo de Ayuso fue exceso de optimismo porque en lo peor del Muro de Kigali, en las rampas que atraviesan los pulmones, el español se abrió a un lado, cedió el paso y se reubicó en el pelotón de perseguidores.

Ahí se resquebrajó la moral de Evenepoel, primeros problemas con la bici para el único que parecí en condiciones de discutir con Pogacar. El esloveno desarrolló instinto protector con su delfín, su amigo Isaac del Toro, al que esperó y trató de animar para que lo siguiera. No pudo el mexicano. Nadie puede con ese paso.

Pogacar empezó a tragar kilómetros como si fuera de paseo a una velocidad supersónica, sin dar opción a sus posibles captores. Hizo un Ávila-Madrid, 100 kilómetros en solitario, deslizando por las pendientes, subiendo sin levantar el culo del sillín, angelical en su reedición del año pasado, también 100 kilómetros por delante en Zúrich.

A 60 de meta Evenepoel forma el penúltimo vagón, en el que ya no está Ayuso, sino Healy, Hindley, Pidcock y Skjelmose. A 45 se quedan Hindley y Pidcock. Pero la velocidad de Evenepoel no reduce la ventaja de Pogacar, que es un martillo vuelta tras vuelta, a 42 por hora. «Las subidas eran cada vez más duras y cada vez tenía menos energía», admitió el esloveno, el primer ciclista de la historia que conquista dos años seguidos el Tour y el Mundial. Juan Ayuso fue el mejor español, octavo.