La mirada de Elvira Navarro descubre grietas imperceptibles en la realidad, a contrapelo de lo que damos por sabido. Sus personajes, desnudos frente a la paradoja de vivir, hallan caminos incómodos que nos reflejan: la señora que descubre que su lavadora aclara con sangre, … la hija que lucha contra el alzhéimer de su madre en una residencia, el empleado de carreteras que acaba con un extraño zoo en casa, los enfermos que se aman con una perversión natural, inesquivable. Nada es lo que parece. Hablar con ella es descifrar el asombro, las emociones difíciles que pueblan los relatos de ‘La sangre está cayendo al patio’ (Random House). Nueve relatos magistrales, llenos de misterio, que permiten encontrar nuevas lecturas a nuestra baqueteada incertidumbre.

¿Qué tendrán los cuentos?

—Un cuento es una idea que te viene muy rápido, es muy intuitiva, no tienes claro dónde te va a llevar. Si dejas pasar demasiado tiempo, se evapora. Y siempre cuenta una historia a través de otra. Lo dijo Piglia. O sea, un cuento es un condensado de significado, de sentido, como lo puede ser un poema.

¿Y en ‘La sangre está cayendo al patio’ qué ha querido reflejar?

—Abre, o yo lo percibo así, una dimensión muy personal sobre la incertidumbre de las cosas, se aleja mucho de moldes de personajes, sociales, de costumbres, de problemas.

«No se puede escribir desde el pudor. Hay un pudor, pero es con el lenguaje, con hacerlo bien»

Hay una franqueza que estremece entre usted y sus personajes.

—No se puede escribir desde el pudor. Hay un pudor, pero es con el lenguaje, con hacerlo bien, con estar a la altura de lo que te pide la narración, o un personaje. No es pudor de cara al lector por traspasar ciertos límites. Ahora mismo ya no sé si hay límites, porque ya se ha hecho de todo.

¿En el cuento ‘Los amores idiotas’ lo lleva al extremo?

—Es un cuento que tiene un aspecto muy corporal, porque hay dos personajes que están enfermos, y que además están muy solos, y hacen un extraño juego que es sexual, y que tiene un punto de perversión. Y si cuentas una perversión, no puedes contarla con pudor, porque entonces no cuentas la perversión. Es una cuestión de honestidad. La literatura no puede permitirse no contar.

¿Otra manera de romper límites?

—Si caminas por los límites de lo que se supone que puedes contar, no estás haciendo literatura. La literatura te sumerge, precisamente, en esa zona que normalmente no ponemos encima de la mesa por muchas razones, para poder tener cierta convivencia pacífica, por ejemplo. Creo que la literatura consiste en tomar una hipótesis de situación y llevarla al extremo.

«Lo más divertido a menudo es que tu personaje mate a alguien. Y en esta época probablemente más»

Pero ahora se lleva mucho ponerse límites doctrinarios o ideológicos…

—Entonces salen novelas o relatos muy aburridos. Lo más divertido a menudo es que tu personaje mate a alguien. Y en esta época probablemente más.

¿Por qué?

—Por el empeño que tenemos en no decir, en ocultar, la corrección política, creemos que estamos haciendo un bien, y no. Por ejemplo: en España la palabra negro nunca ha tenido un significado peyorativo. Simplemente, ha descrito una persona que tiene la piel negra. Si tú trasladas aquí lo que está pasando en Estados Unidos, lo que estás haciendo es manchar una palabra. Cuando evitas una palabra y utilizas otra, es todavía más despectivo, caes en lo que tratas de evitar. Como si hubiera algo malo en que una persona fuera negra. En EE.UU. es distinto.

«La ecología la han capitalizado poderosas empresas que tienen eso como propaganda. Luego todo es mentira»

La guerra cultural sucede en el lenguaje. ¿Cuál es la relación de la literatura con este fenómeno, cuando las palabras están sufriendo el acoso… orwelliano?

—Para mí la literatura siempre tiene que ir contra el poder. O sea, no concibo una literatura aliada con ningún poder fáctico, porque el poder siempre es abuso. Y ahora esa estructura del poder abusiva utiliza el lenguaje. Puede haber una buena intención en usar un lenguaje menos ofensivo, que antes a lo mejor era muy bestia, pero eso, al final, lo capitaliza el poder. La ecología la han capitalizado poderosas empresas que tienen eso como propaganda. Luego todo es mentira.

¿El eufemismo, para quien está en el poder, es algo así como querer ser también el contrapoder o el antipoder?

—Bueno, yo creo que no quieren ser el antipoder, yo creo simplemente que determinados ropajes adornan tu poder. Es decir, te dan más poder porque van asociados con un prestigio. Cuando he dicho que toda literatura tiene que estar en contra del poder es porque yo creo que si la literatura no está en contra se van a apropiar del mensaje. Porque lo que hace el poder en general con el arte es llevárselo, usarlo como herramienta o propaganda.

«No acabo de comprender que los artistas vayan buscando al poder, de derecha o de izquierda»

¿Hay historia, todo eso ha sucedido ya demasiadas veces como para que el artista no caiga cada vez en la misma trampa?

—A veces queriéndolo, otras veces sin querer, el arte ha servido al poder. Cuando el arte es algo que se aprecia en una sociedad, el poderoso trata de apropiarse de aquellos discursos o artistas más legitimados y los tienen a su lado. Lo entiendo desde el punto de vista del poderoso. Lo que no acabo de comprender es que los artistas vayan buscando al poder, de derecha o de izquierda. Yo cuando veo a algún escritor abrazándose con un político, pienso: «que te están usando…». La verdad, es entre lamentable y ridículo, porque en el momento que te tiene que pegar la puñalada te la va a pegar. Es totalmente implacable.

Entonces, los eufemismos, ¿para qué sirven?

—Cuando usas los eufemismos no dices nada. Supongo que el lenguaje de la política ha sido siempre el arte de no decir absolutamente nada. El problema es que eso haya pasado a los ciudadanos que sí que tenían el poder de decir algo. A los ciudadanos, a la filosofía, al pensamiento, al arte… Eso sí es un problema. Porque el lenguaje eufemístico pone un velo sobre lo real.

«Los libros jamás deben ser ejemplarizantes. Tienen la función de retratar lo real tal cual es»

¿Nunca debe usarlos el escritor?

—Los libros jamás deben ser ejemplarizantes. Tienen la función de retratar lo real tal cual es, incluso de usar ese lenguaje. La tentación de hacer personajes ejemplares con ese tipo de lenguaje al final te lleva al peor lugar donde puede estar un escritor, que es la mentira.

¿Hay que huir del eufemismo?

—El eufemismo se emplea para otras cosas. En primer lugar para quedar tú bien. No piensas en el otro. Estás pensando en quedar tú bien. Pero además todo este lenguaje eufemístico ocupa muchísimo espacio. Esa cantidad de palabras al final no dice nada. En literatura no se trata de ser ofensivo por ser ofensivo, que también es una estupidez. Se trata de ir hacia la verdad. Y hacia la verdad no se va con un lenguaje que encubre. Que es encubridor. La literatura tiene que ser valiente.

«’Lectura fácil’, de Cristina Morales, pone de vuelta y media a toda esta izquierda bienpensante»

Le incomodo: ¿Podría poner un ejemplo de literatura frente al poder, una obra escrita frente a un poder político, o a una moda impuesta?

—Hay novelas antiguas que admiro por su espacio de libertad en el lenguaje: ya el Lazarillo o el Quijote se estaban enfrentando a esa realidad. Y alguna recientísima, para mí ‘Lectura fácil’, de Cristina Morales, que pone de vuelta y media a toda esta izquierda bienpensante.

¿Y en su experiencia de escritura?

—Hay una tentación de autocensura. El ‘wokismo’ ya está empezando a desaparecer, pero me ha alarmado hablar con compañeros y compañeras escritores (¿ves?, desdoblo el lenguaje yo misma al hablar, jajaja). Contaban que estaban teniendo miedo de escribir según qué cosas, por temor a que se les fuera a señalar. O personajes que a lo mejor no eran políticamente correctos. Yo misma a veces temía, por ejemplo aquí, escribiendo ‘Los amores idiotas’ con el personaje del gordo…

«El ‘wokismo’ ha fracasado. Desde que está Trump hay un giro hacia la ultraderecha; nos vamos a ir a algo mucho peor, la censura»

La acusarían de gordofobia.

—Encima, si tú sacas un personaje de estos que son de una minoría que está en desventaja, como que tienen que ser todos muy buenas personas. Si sacas a una persona, qué sé yo, latina, a una ‘Kelly’ latina, pues tiene que ser una santa. Y si no es una santa la estás ¿revictimizando? Conocí en la Cineteca a una chica negra ofendida por la discriminación positiva. Es una discriminación también. Ahora el ‘wokismo’ ha fracasado. Desde que está Trump hay un giro hacia la ultraderecha; nos vamos a ir a algo mucho peor, que es directamente la censura.

¿Cuál es el papel del misterio en los cuentos?

—Dar respuestas o desvelar todo funciona para una novela policiaca o de género. Para mí desvelar todo es quitar la magia, quitar la potencia significativa, que se mantiene si tú lo mantienes en una zona donde no resuelves. Creo que además no es necesario, porque lo que tú has querido decir, lo has dicho precisamente mediante ese enigma o ese misterio. Resolverlo no añade nada realmente. Como decía antes, en los cuentos la trama tiene peso, pero sirve para generar otra cosa. Es una metáfora en sí misma.

Hay una paradoja que lleva también a ciertos tabúes como el maltrato animal o las residencias de mayores. ¿Por qué entrar?

—Yo soy muy amante de los animales, pero hay mucha hipocresía. Porque quizá nunca ha habido más crueldad animal que ahora, con las macrogranjas. El cuento ‘El recogedor de animales’ habla de un salvador que quiere hacer algo bueno, pero al final acaba haciendo, sin querer, lo último que habría querido hacer. Me interesaba la paradoja de que a veces queremos hacer bien y hacemos mal, y a veces queremos hacer mal y estamos haciendo bien. En realidad, lo que indago en el libro son los pactos de silencio social, que me inquietan, como en el cuento que habla de las residencias.

«El pacto de silencio social más gordo que tenemos es el de las residencias de ancianos»

Se titula ‘El ramito de violetas’.

—El pacto de silencio social más gordo que tenemos es el de las residencias de ancianos. Todos hemos asumido que vamos a acabar en una. No hay sitio ni papel para los mayores y ya no hay esa cuidadora abnegada que era el rol femenino en las familias. Los pactos de silencio social se dan cuando algo te va a afectar. Es una manera de no mirar. Igual que no miramos la muerte, también vivimos olvidados de cómo vamos a acabar. Pero es un aparcadero de la gente hasta que te mueres, ¿no? Por más bien que se esté en una residencia, no está bien.

Difícil solución…

—Son cosas imposibles de solucionar. A una parte de tu familia tú la aparcas cuando ya no sigue el ritmo, cuando a una anciana le empieza a fallar el cuerpo o la cabeza y requiere cuidados. Es una negación, pero además es una inhumanidad. Yo creo que cuidar sí que tendría que ser un deber.

¿Por qué miramos para otro lado?

—Tenemos una idea de nosotros como sociedad y como individuos y todo lo que no cabe en esa idea se aparca. Los pactos de silencio social funcionan porque están contradiciendo todo lo que decimos que somos como sociedad. Todo nuestro escaparate cuando entramos en una residencia de ancianos se desmorona.

¿Siempre ha sido así?

—Yo creo que la crueldad es una constante de la historia de la humanidad. Se mira para otro lado. Ahora mismo pienso, por ejemplo, en la Cañada Real. Llevan sin luz, ¿cinco años? Es fuerte eso. Coño, que es la luz. ¿No hay solución? Está aquí al lado. Hay niños. Ves eso y te vas a relatos de otras épocas, y creo que el ser humano siempre ha sido feroz.

«España acarrea como un complejo de inferioridad cultural desde hace muchísimo tiempo»

Escribió hace poco en su columna de ABC Cultural que antes casi ningún escritor se asociaba con la tradición propia, la española, y que eso ahora ha cambiado.

—Es absurdo. Yo creo que tiene una razón, una explicación. España acarrea como un complejo de inferioridad cultural desde hace muchísimo tiempo. Y cuando llega la democracia hay como un afán de que el país recupere el tiempo. Y hay una vergüenza también de mirar al pasado. En los años noventa había muchas novelas que transcurrían en Nueva York, en París incluso. Quiero decir que es un complejo que se arrastra hasta casi principios de los 2000.

Usted defiende a nuestros autores.

—Son autores de primerísimo nivel. Nunca, ni siquiera ahora, se ha hecho una literatura más experimental, más arriesgada y más tocahuevos que la que se hizo durante toda la posguerra. ‘Los hijos muertos’, de Ana María Matute; ‘La colmena’, de Cela, y ‘Las ratas’, de Delibes, son literatura de altísimo nivel. Esa Matute nada tiene que envidiar a Faulkner. Sin embargo, como tenían ese aire y retrataban esa España cateta (pienso en Benet, en Aldecoa), creo que ha habido una vergüenza de reivindicarles.