Puede estar tranquilo y orgulloso. Y debe estar feliz tras su retirada en Zaragoza donde se ha cortado la coleta un torero admirable y ejemplar. Javier Castaño ya está en el reino de los elegidos, en la nómina de los toreros referencia. En los que se han ganado un sitio en la historia. Por sus cifras, sus hitos, por su entrega, por tres décadas de pasión, dedicación, constancia y fidelidad al toro. Al toreo se aferró para salvar al hombre que desafió las ganaderías más terroríficas y le tocó lidiar el toro más duro de su existencia cuando el puto cáncer se le atravesó en su vida. Pero lo venció con su eterna e inquebrantable alma de acero. Esa fue una de las cimas de la montaña rusa que fue su carrera. Disfrutó los momentos de gloria y fue ejemplo de constancia, fe y superación cuando pintaron bastos. Fue capaz de revertirlo. Salió de la nada y se hizo torero casi por capricho de su padre al que hoy le costaba contener las lágrimas; y a hombros de novillero en Madrid, de matador saboreó la miel de las ferias y la hiel del desprecio. Lo abandonaron en el desierto y casi una década después de esa cruel travesía se reinventó como el más valiente, templado y capaz con los toros más fueros. Confió él y confió Tiburcio Lucero, a quien hoy no le salían las palabras, que fue quien le tendió la mano cuando los demás sólo le ponían excusas. Y los dos se hicieron grandes en la época dorada en la que Javier hizo historia con los seis Miuras en Nimes, cuando puso en efervescencia todos los tercios, cuando aquella faena al Cuadri de Sevilla; al Adolfo en Fallas, la épica tarde de Gijón, la de las tres orejas de Castellón, Salamanca… Aquello se fue desinflando hasta que llegó el cáncer. Que venció en silencio, en una nueva lección de superación y vida. Rindió al público con la evidencia de los imponentes efectos de la quimioterapia en Sevilla. Pero fue el sistema quien devastó su grandeza al ningunear lo que hizo el hombre primero y el torero después. No tuvo recompensa. Y tampoco este año de su adiós. Ni las empresas ni la prensa… Dijo antes de empezar que no quería ni limosnas. Y lo que hizo fue poner en valor su carrera y marcharse con el orgullo y la dignidad de un hombre íntegro y un torero honrado, fiel y capaz. Hoy su hija Sabela le ha cortado la coleta a su padre en La Misericordia; y Javier brindó los dos últimos toros de su vida a su apoderado Tiburcio Lucero y a Enrique, su padre. Como no podía ser de otra manera. En los abrazos sobraron las palabras. La profesión le dio mucho pero no todo lo que mereció y ganó. A Castaño, el respeto eterno. Porque lo ha conquistado en tres décadas intachables. Ahí está su hoja de ruta para gloria del toreo y orgullo de Salamanca.

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