Que la práctica del toreo es actividad de alto riesgo, a estas alturas y viendo los partes médicos que pespuntean la temporada, no creo que nadie lo ponga en tela de juicio. Pero si además, a las dificultades propias que plantea la bravura de las reses, se le van añadiendo otras como es el incremento del volumen del toro o la cada vez más evidente aparatosidad de las caras -astilargos y buidos pitones, para entendernos-, hay que reconocer que las dificultades aumentan de forma peligrosa atentando claramente a la ley de la proporcionalidad con el espada.
Y vaya por delante que no se trata de ponerse estupendos y exigir comportamientos liberadores con quienes han elegido libremente la práctica del arte de la lidia, pero sí poner sobre el tapete de la lógica, que los excesos, tanto cuando se produce por demasía como cuando buscan una comodidad impropia con la propia naturaleza del toreo, son nocivos. Y últimamente se está percibiendo que el péndulo se está inclinando hacia el lado de la exageración. No sólo en las corridas de toros de las grandes ferias, que también, sino en plazas de segunda o tercera, donde está saliendo el toro de plazas de mayor rango, como también está ocurriendo en las novilladas con picadores y, lo que ya no tiene defensa, es que ocurra en festejos de promoción.
Afortunadamente, y gracias al esfuerzo que están haciendo las televisiones autonómicas, estamos teniendo la oportunidad de ver muchos festejos auspiciados por las Escuelas Taurinas. Y es aquí y en las novilladas con picadores, donde quiero poner el acento de esta denuncia. Se están lidiando erales con el trapío de utreros, y novillos con trapío de toros. Sin querer relacionar esta realidad de forma expresa (tampoco lo descarten) con los percances que han sufrido el becerrista Roberto Cordero o los novilleros Daniel Artazos, Sergio Rollón, Mario Vilau, Julio Norte o Mario Arruza, por citar los más aparatosos, sí pedir una reflexión que corrija estos excesos que no benefician ni a la estética ni a la ética de la práctica del toreo.