Es la réplica de una domingo por la tarde en cualquier lugar del planeta. Tadej Pogacar se marca un solo, cruza la victoria en una carrera menor, los Tres Valles Varesinos, y sella el triunfo número 107 de su vida. Un martes de octubre … al norte de Milán, casi frontera con Suiza entre los lagos Como y Maggiore, paraíso para los ojos otro recital del mejor ciclista del mundo.

Pogacar convierte en normalidad lo excepcional, el elixir de la victoria. Nadie puede pararlo, pero lo más excepcional en su caso es el respeto que siente hacia cualquier carrera, grande o pequeña, de un día o de varios, el Tour o los Valles Varesinos, su compromiso siempre es el mismo. Respeto al ciclismo, a sus aficionados, los patrocinadores, los rivales, cualquier actor de este deporte.

Por ahí se debe entender su predisposición para actuar como lo hace. Se prepara, ataca y triunfa porque en eso consiste el deporte, que ganen los mejores, los más dotados o los que más trabajan. Los que lo merecen.

Es cierto que el esloveno ha anulado la emoción en el ciclismo en las dos últimas temporadas, cuando más ha progresado y más distancia abarca respecto a sus rivales. Salvo Van der Poel en las clásicas de adoquín o Van Aert en la subida final de París en el Tour, nadie puede con él.

En los Tres Valles Varesinos no había la misma dureza que en otras carreras para esperar el acelerón de Pogacar en la zona con más inclinación. Lo que no había subiendo lo encontró el esloveno bajando. Un derrote en un descenso a sus cinco compañeros de fuga se convirtió en letal.

Luego el motor de Pogacar rodando en solitario hizo el resto. Siempre el mismo esquema. Ataque lejano, a 25 kilómetros, y con el gas a tope rodando hacia la victoria.