Marga nació en 1908 en la localidad madrileña de Las Rozas, que es nacer en Madrid, pero mirándola un poco desde arriba. Esto era inevitable porque realmente estaba por encima del resto. Su vida fue un instante, una chispa, un cometa que, de tanto brillar, … se consumió demasiado pronto. Porque Marga fue una niña prodigio que deslumbró, entre otros, a la generación del 27. Lo mismo esculpía que dibujaba o escribía poemas, inspiraba a Antoine Saint-Exupéry y su Principito, o incluso sería la musa de un Juan Ramón Jiménez en la calle Padilla de Madrid.

Lo increíble es que la mujer del poeta, Zenobia, también quedó arrebatada por la inteligencia y la personalidad de Marga, convirtiendo su relación en una especie de amistad a tres bandas en la que «la niña», como la apodaba el matrimonio, representaba la juventud y creatividad que encendía cualquier hora oscura en ese Madrid que respiraba revoluciones y fratricidios.

La suya fue una familia de artistas, una rareza de entonces, en un tiempo gris que no acostumbraba a ver a tantas mujeres de éxito en el mismo saco. Su hermana fue la editora y escritora Consuelo Gil Roësset, su tía fue la pintora María Roësset Mosquera, su prima la también pintora Marisa Roësset Velasco y su sobrina la poetisa y fotógrafa Marga Clark. Y en ese ambiente de genialidad absoluta, Marga fue la mejor de todas, la artista absoluta, la primera.

Recibieron de su madre una educación basada en la curiosidad y el conocimiento. Desde niña, dibujaba con un talento desmesurado. A los 15 años ya publicaba cuentos en París, pero una incertidumbre la carcomía por dentro. Ella quería plasmar sus dibujos y hacerlos reales mediante la escultura, un alegato por convertir lo imaginario en físico, darle vida a la creación; en definitiva: poder tocarla. Quizá no haya expresión de arte mayor y Marga centraría todos sus esfuerzos en demostrar que en eso también era la mejor.

De este modo, Marga pasó del papel a la acuarela y de la tinta china al cincel en tan poco tiempo, que dejó a críticos e historiadores con la boca abierta. Ella misma declaró: «Siempre intento operar sobre mis esculturas de dentro afuera. Es decir, trato de esculpir más las ideas que las personas. Mis trabajos, en cuanto a la forma, podrán no ser muy clásicos; pero, por lo menos, llevan el esfuerzo de querer manifestar su interior». Y ese interior era una bomba a punto de implosionar.

Desde que conoció a Juan Ramón Jiménez en un concierto a principios de los años treinta, Marga se enamoró de forma obsesiva. Anotaba en sus diarios sus encuentros, sus visitas y los pensamientos que la rondaban mientras caminaba por el filo de pena. Por un lado, admiraba enormemente a Zenobia, pero al mismo tiempo, su existencia era un problema que no podía esquivar. Quizás por esa razón sería con ella por la que empezaría a trabajar en un busto para la pareja. Cualquier excusa para ver al poeta era suficiente para seguir sufriendo y, por ende, seguir creando.

Diarios a Juan Ramón

Desgraciadamente, el busto de la pareja nunca lo terminaría. No así los diarios que le dedicó a Juan Ramón. De hecho, poco antes de poner fin a su vida pegándose un tiro en su casa de Las Rozas, Marga escribió: «Y es que… Ya no quiero vivir sin ti… no… ya no puedo vivir sin ti… tú, como sí puedes vivir sin mí… debes vivir sin mí… Pero en la muerte, ya nada me separa de ti… solo la muerte… solo la muerte, sola… y, es ya… vida ¡tanto más cerca así… muerte… cómo te quiero».

Estas palabras quedaron escritas en una carpeta que Marga entregó al poeta ese mismo 28 de julio de 1932. Le pidió que no los leyera todavía, que las dejara reposar un poco. Quería tener tiempo para llegar hasta Las Rozas, al noroeste de Madrid, y así extirparse el dolor quitándose ella misma de en medio. El poeta, escribió años más tarde una respuesta que decía: «Si pensaste al morir que ibas a ser recordada, no te equivocaste, Marga. Acaso te recordaremos pocos, pero nuestro recuerdo te será fiel y firme. No te olvidaremos, no te olvidaré nunca. Que hayas encontrado bajo la tierra el descanso y el sueño, el gusto que no encontraste sobre la tierra. Descansa en paz, en la paz que no supimos darte, Marga bien querida». Qué rápido se consume la llama cuando la genialidad es combustible.