Jueves, 9 de octubre 2025, 07:00

Después de un largo periodo de silencio, de introspección y de trabajo invisible, la bilbaína Abigail Lazkoz regresa a la escena artística con una propuesta tan personal como intensa. Su exposición Tengo un animal singular, que podrá visitarse desde mañana en Salamanca, en el DA2, no es solo una muestra de su obra: es un manifiesto vital. En ella, la artista explora la tensión entre razón e instinto, entre forma y vacío, entre el ser y su sombra. Lo hace a través de un lenguaje plástico en el que el dibujo se expande y se mezcla con otros materiales, buscando no representar, sino habitar las preguntas.

Esta exposición llega después de un tiempo alejada de las salas. ¿Cómo ha sido ese proceso y cómo se siente al volver a mostrarse al público?

—Ha sido un camino largo, más cercano a un viaje interior que a un simple paréntesis. Hubo un momento en que sentí que necesitaba parar, como si hubiera una distancia entre lo que hacía y lo que realmente quería decir. Decidí detenerme. No fue fácil: en el mundo del arte, parar puede parecer un acto de desaparición. Pero para mí fue una forma de reaparecer de verdad. No se trataba de cambiar de estilo ni de técnica, sino de despojarme de todo lo accesorio, de quedarme solo con lo esencial. Cuando por fin sentí que mi voz estaba clara —aunque no cómoda ni complaciente—, supe que era el momento de volver. Esta exposición no es tanto una «vuelta» como un nuevo comienzo, más honesto y más vulnerable.

El existencialismo está muy presente en su obra; es algo central en su trabajo. ¿Qué significa para usted en términos personales y creativos?

—El existencialismo, más que una corriente filosófica que haya leído en los libros, es para mí una forma de estar en el mundo. Siempre he sentido que la existencia es algo frágil, inestable, y que lo que nos define es precisamente cómo respondemos a esa fragilidad. La creación, para mí, es una respuesta a ese vacío. Cuando trabajo, no busco representar certezas, sino dar forma a lo que no tiene forma: el miedo, la duda, la contradicción, la animalidad que llevamos dentro.

El dibujo es su técnica preferida, pero aquí se percibe como expandido, mezclado con otros materiales. ¿Cómo ha evolucionado su relación con el dibujo?

—Para mí, el dibujo no es una disciplina cerrada, sino un modo de pensar. Es la herramienta más directa que tengo para dialogar conmigo misma. Cuando dibujo, no estoy planificando un resultado: estoy escuchando lo que emerge. Por eso me interesa «expandirlo», permitir que se desborde hacia otras materialidades, hacia el espacio, hacia el cuerpo. En esta exposición hay piezas que combinan dibujo con instalación, con soportes poco convencionales, incluso con gestos performativos. No se trata de experimentar por experimentar, sino de dejar que la obra encuentre su propia forma.

Esta exposición tiene un tono casi confesional, pero a la vez profundamente político. ¿Es deliberado?

—Absolutamente. Creo que lo íntimo y lo político están profundamente entrelazados. Vivimos en un momento en que mostrar la vulnerabilidad, el silencio, la duda, es casi un acto de resistencia. Nos empujan constantemente a tener certezas, discursos claros, posiciones firmes, imágenes pulidas. Mi exposición es todo lo contrario: es un espacio para lo incierto, para lo contradictorio, para lo que no se ajusta a un relato único. En ese sentido, sí es una postura política. Reivindico la posibilidad de habitar lo inacabado, de no tener que explicarlo todo, de dejar que el arte respire.

¿Qué viene después de este «reencuentro» consigo misma?

—No tengo un plan cerrado, y eso es lo más liberador de todo. Antes sentía la necesidad de proyectar constantemente hacia el futuro, de tener claro «el siguiente paso». Ahora, en cambio, me interesa permanecer un poco en este lugar: escuchar lo que venga, sin forzar. Sé que seguiré trabajando, pero menos condicionada por las expectativas externas.

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