El estudio del pintor Álvaro Negro es todo lo que alguien necesita para crear (y soñar).
Todo lo que acompaña al proceso creativo termina integrándose en él, en la mirada y el pensamiento del artista. Álvaro Negro lo sabe y lo practica: su taller es parte de su propio lenguaje pictórico. Ha transformado en estudio –léase refugio– un antiguo molino y aserradero de la década de 1950, propiedad de su abuelo y situado cerca de Agolada (Pontevedra), un lugar donde la luz, los objetos y la memoria dialogan con su forma de entender el arte y la vida como algo inseparable. La pintura –nos cuenta– conlleva pasar muchas horas solo: “El día empieza con el primer café, pero no sabes cuándo acaba, y este espacio me da calidad de vida y de trabajo”.

Un escalón separa la zona de living del taller, planteado como una plaza central. A la derecha se puede ver la obra Peirao, que da nombre a la actual exposición del artista en F2 Galería. A la izquierda, mesa de mostrador de La Trona y chimenea danesa de Morsø. Al fondo, sobre el banco de carpintero original de los años 50, cerámicas gallegas de Gundivós y una obra suya.
© Sergio PenasMínima intervención para aprovechar bien el espacio
El edificio conserva su sencillez: una estructura a dos aguas, en piedra del país, austera y sólida, que lo ancla al territorio. Objetivo que comparten elementos de la decoración exterior, como una antigua urna de madera para el cereal, que resiste impasible el paso del tiempo en el porche; una mesa que Negro realizó con su carpintero aprovechando las maderas del suelo original del molino, u otra construida con grandes losas que ya estaban allí. “Todo lo que he podido reutilizar se ha reubicado para nuevos fines”, resume. El interior diáfano de nave industrial respeta esa filosofía de mínima intervención “manteniendo su entropía”. Con una ligera salvedad. Y es que los muros originales eran “tan potentes y pictóricos” que tuvo que colocar paneles de madera en busca de un fondo neutro en el que colgar las obras. Eso sí, sin ocultarlos del todo “para no perder las capas del tiempo”. De ahí partieron los cuadros que ahora forman parte de su exposición en la galería madrileña F2 (hasta el 18 de octubre).
En la muestra, que lleva por título Peirao –palabra que, por su origen, sugiere a la vez un lugar de tránsito y búsqueda–, se encuentran las distintas etapas de su trayectoria, resultando en “una genealogía interna que conecta materiales, procesos y tiempos de la pintura”. En el interior del molino, el plano arquitectónico lo trazó él mismo a través de la ubicación de los muebles y de una iluminación intencionada, propia de un artista que se nutre de la tradición pictórica española e italiana. Una antigua mesa de mostrador de cinco metros de largo, que encontró haciendo scroll en Instagram en La Trona, divide el espacio y actúa como eje entre lo doméstico y lo artístico.

El molino, de piedra del país, con tejado a dos aguas.© Sergio Penas

© Sergio Penas
Diseño y obsesión por la luz
La zona de taller está pensada como “una plaza central”, planteada a propósito a menor altura: el escalón sirve de banco corrido para lograr un efecto de auditorio. El paisaje cotidiano del pintor lo conforman piezas exquisitamente escogidas para construir esa atmósfera necesaria y determinante en la creación. Del sofá Sumo de Piero Lissoni, “que parece flotar en el aire, casi como un haiku”, o los taburetes Enseñanza de Álvaro Siza, a las piezas de cerámica tradicional gallega de Gundivós, que reposan sobre un banco de carpintero original en el que el artista, de niño, se hacía las espadas y que ahora sirve de librería. Sobre la larga mesa hay tres lámparas de suspensión N55, de Mario Nanni para Viabizzuno, con cristales diseñados por Peter Zumthor; también está el modelo Faro, de David Chipperfield, que el propio arquitecto le regaló por su cumpleaños. Aunque si hay una pieza definitiva es la lámpara Veronese: un diseño de Umberto Riva para Barovier & Toso que se inspira en el jarrón de cristal atravesado por un haz de luz que aparece en el célebre cuadro de la Anunciación de Veronés.
Álvaro Negro no es un fetichista de las lámparas, es que tiene obsesión por la luz. “Más que los objetos de diseño, creo que lo que más define un espacio es cómo lo modulas con luces y sombras”, señala, recordando al artista alemán Jürgen Partenheimer, quien decía que la manera en que se concibe un espacio de trabajo, su iluminación, puede marcar la claridad de la obra. “Escoger la llave de luz adecuada –concluye– es casi tan decisivo como elegir el lienzo”.